¿En qué piensan los que no se cuidan del coronavirus?

¿En qué piensan los que no se cuidan del coronavirus?

“¿En qué creen los que no creen?”, se plantearon Umberto Eco y el cardenal Carlo María Martini en un ida y vuelta epistolar devenido libro clásico de la filosofía contemporánea. ¿Qué piensan los que no se cuidan, los negacionistas del coronavirus atrincherados en la militancia antibarbijo, en la dinámica del “no pasa nada” y que siga la fiesta? La pregunta está picando desde hace meses y no sólo fronteras adentro de la Argentina. ¿En qué creen los que no creen en la pandemia? ¿Y a los que no les importa? ¿Y quienes se sienten inmunes? Para hacerla más corta y contundente: ¿por qué?

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El psicoanalista Guillermo Bruschtein advierte que la negación se transforma en un fenómeno social. El pensamiento sería: si él lo hace, yo también lo puedo hacer; y si a él no le pasa nada, no me va a pasar nada a mí tampoco. “Las personas pierden el discernimiento propio en un mecanismo de conducta masificada”, resume Bruschtein. Es un efecto contagio, pero no del virus, sino de esa identidad colectiva que conforma una suerte de dique de contención contra el mal. Como si en el asado multitudinario, el baile o la simple circulación sin protección alguna por el centro atestado de gente la covid decidiera dar un paso atrás, se diluyera, perdiera potencia.

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Como no podía ser de otro modo, el negacionismo tiene su propia entrada en Wikipedia. Esa legitimidad digital es una bendición para el ejército de conspiranoicos, convencidos de que todo esto es un plan de Bill Gates para implantarnos microchips. Son espacios que ungen a Donald Trump y a Jair Bolsonaro como adalides de la libertad a prueba de restricciones. Suerte de maestros de ceremonias que tras decretar “el show debe seguir” mantienen una férrea base de fieles, independientemente de la cantidad de bolsas que se acumulan en las morgues.

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Dos movimientos internacionales conviven bajo el cielo pandémico: el anticuarentenas y el antivacunas. Es curioso, porque muchos anticuarentenas piden y esperan la inoculación; mientras muchos antivacunas están dispuestos a aislarse. Pero de todos modos los discursos son tan funcionales que terminan articulándose. Esa militancia es muy poderosa en Europa. La Policía viene reprimiendo desde hace rato, sobre todo en Francia y en Alemania, a quienes rechazan las medidas gubernamentales. En Inglaterra a los cargamentos de vacunas los custodian las fuerzas armadas porque las amenazas de sabotaje son de lo más concretas. Ingresa aquí un tema de lo más sensible, que es el de la desobediencia civil.

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Cuando un grupo considera que las leyes, decretos o disposiciones que emanan de la autoridad son, cuanto menos, discutibles desde el punto de vista jurídico, esgrime el derecho a no aceptarlas. A no cumplirlas. A rechazarlas. Y a combatirlas. El problema es cuando todo cabe en la misma bolsa. No es lo mismo Gandhi llamando a la resistencia pacífica del pueblo indio o Thoreau proclamando el regreso a una vida en los bosques sin pagar impuestos -ejemplos clásicos de desobediencia civil- que romper las normas de convivencia establecidas en una pandemia. ¿Qué está primero? ¿Mi derecho constitucional a circular sin que nadie lo impida, de la forma, a la hora o junto a quien elija hacerlo; o el derecho de la sociedad en su conjunto a la preservación de la salud pública como elemento imprescindible para la calidad de vida? Los especialistas vienen discutiendo sobre esto.

“Cuando hablamos de pandemia, hablamos de emergencia y cuando hablamos de emergencia, hablamos de Estado constitucional de derecho. La emergencia interpela al Estado constitucional de derecho, le pide auxilio, garantías y control”, apunta Susana Cayuso, profesora de Derecho Constitucional de la Universidad de Buenos Aires. El concepto de emergencia es el que aflora en esta situación y si algo caracteriza a la emergencia es su excepcionalidad. Estamos en emergencia, no vivimos en emergencia; es un limbo, un paréntesis que se abre y que la Constitución contempla. Cuando se fomenta la desobediencia civil, lo que se está poniendo en duda es la naturaleza de la emergencia: si es tan real y peligrosa como se la pinta. Al llamar a la desobediencia civil se interpela la emergencia de la pandemia, que es a fin de cuentas otra forma de negacionismo. Un negacionismo -llamémosle- normativo, en el que revisten desde Juan José Sebreli y Osvaldo Bazán hasta infinidad de cuentas en Twitter y Facebook y cadenas de Whatsapp. Cada uno con mayor o menor profundidad en la argumentación, pero todos unidos por la certeza de que la libertad está primero, que esa libertad está amparada por la Constitución, y que esta emergencia -que la propia Constitución admite- no es tan emergencia como dicen. Entonces vale el rechazo.

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También está el pantano político. Esto no es cosa de conspiranoicos, de fenómenos sociales, de movimientos “anti” ni de desobedientes civiles (por más que este grupo esté inevitablemente salpicado por las simpatías partidarias). El pantano político es la conveniencia por encima de cualquier asomo de acuerdo. En el pantano político el dirigente de ocasión (Patricia Bullrich) dice “vamos a luchar contra esto” 24 horas antes del anuncio de las nuevas medidas gubernamentales. “Esto” no se había definido pero la determinación de hacer la contra ya estaba tomada. El pantano político es la oposición festejando como un gol cada vez que le empeora la estadística al contrincante. Cuantos más casos de coronavirus y más muertos en territorio enemigo, por ejemplo la Ciudad de Buenos Aires que gestiona Horacio Rodríguez Larreta, mejor para mi cuenta personal. El pantano, del que tal vez la política algún día consiga salir, deglute las creencias y devuelve una masa amorfa que la sociedad consume en la mesa de todos los días. Y pensar que hace un año, cuando esta pesadilla comenzaba, hubo quienes pensaron que la pandemia podía obrar el efecto contrario y convocar a alguna forma de unidad nacional. La grieta devoró esa ingenuidad y hace la digestión riéndose a carcajadas.

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¿En qué creen los que no creen que merezca la pena cuidarse? ¿En la adrenalina del momento? ¿En cierta clase de omnipotencia? ¿En que todo esto es un ejercicio de disciplinamiento social concebido por alguna maquiavélica mente orwelliana? ¿En que, a fin de cuentas, de algo hay que morirse? ¿O será simplemente un ejercicio de mirar para otro lado, encogerse de hombros y seguir como si nada sucediera?

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Una gran cantidad de gente joven está experimentando un síndrome de lo más desagradable. Son los que contagiaron a sus padres, a sus abuelos, a otros familiares, a los amigos y, en una proyección que no tiene fin, a tanto desconocido al azar. Muchos de esos contagiados la pasaron mal. Algunos murieron. Cada vez son más las consultas por esta tragedia que reciben los psicólogos, los psiquiatras, los líderes espirituales, los oídos sabios y amistosos. Gente que se siente culpable, que midió las consecuencias cuando ya era demasiado tarde y no encuentra explicación ni consuelo. Son testimonios terribles y poderosos. Seguirán aumentando con el correr de las semanas. En muchos de esos casos los protagonistas no creyeron.

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Son tiempos complejos y terribles. La sociedad, tan propensa a irse a los extremos, necesita con urgencia encontrar algo de equilibrio.

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