Viaje de la Memoria a la Trieste de Magris y las fronteras del Cine

Viaje de la Memoria a la Trieste de Magris y las fronteras del Cine

28 Marzo 2021

Por Alberto García Ferrer.

PARA LA GACETA. Boadilla del Monte (España).

El músico Leo Brouwer recorre su casa con una vela encendida, iluminando sus espacios de trabajo oscurecidos por un corte luz. Revisa amplias reproducciones de la pintura de Francis Bacon.

“Brouwer: el origen de la sombra”- escribo en el acta del jurado del Festival de Cine Latinoamericano de Trieste- un retrato, que nos acerca, al pensamiento y los procesos creativos de un gran músico; sin afanes didácticos, sin invadir sus espacios, para que la creación fluya, como siguiendo una partitura, desde la música y la pintura a la imagen en movimiento.

En su época de escasez, Bacon, pintaba en el anverso y el reverso de sus telas. Ángulos diversos de un mismo rostro traspasaban el soporte y parecían componer, trazos sobre trazos, una imagen cambiante. El cine de Luis Buñuel o Eisenstein (“El Acorazado Potemkin”), la fotografía y sobre todo la cronofotografía de Muybridge impulsaron la búsqueda con la que deseaba atrapar el movimiento (¿atrapar la vida?). Trabajaba rodeado de recortes de periódicos, fotografías, restos de pintura, cuadros despedazados o apuñalados, integrados como fragmentos dispersos en su imaginario: su taller era la sala de montaje de sus relatos visuales, su pintura, sus trípticos.

Leo Brouwer desembarcó en el cine cubano en un momento fundacional. Creó el Grupo de Experimentación Sonora del ICAIC y dirigió una intensa actividad formativa que denominó aprendizaje paralelo. Comprendió que el cine compartía con la pintura su carácter espacial, y con la música su carácter diacrónico. “Tomé del cine recursos como los Flash backs, Zoom in, Zoom out, stop motion (animación fotograma a fotograma) que me sugirieron nuevas formas para incorporarlas estructuralmente a la creación musical”. Siguió con atención el trabajo de su compañero, el documentalista Santiago Álvarez y desarrolló un sistema de composición que llamaría “montaje colectivo”. Desechaba la tendencia, habitual en la música “para” el cine: concebirla “para reforzar” lo que la imagen revelaba. Trabajó con dos conceptos: el contrapunto o la neutralidad expresiva, resultado de su fina percepción del sentido organizador del montaje. Brouwer, autor de la música de más de 80 películas afirma: “La mejor música de cine es la que no se escucha, la que se integra en un todo”.

Llegar a Trieste

El avión del hombre imaginario de Edgar Morin (“las dos cosas que cambiaron el siglo: el avión y el cine”) sobrevoló un mar, el Mediterráneo, y aterrizó en la cabecera de otro, el Adriático.

En Venecia aguardaba, en la estación de Santa Lucía, un tren y dos horas de viaje: “…la imprevisibilidad del viaje, la dispersión de los caminos, la asimetría de todos los recorridos y el azar de las paradas”, escribe Magris en El Danubio.
Cruzo la laguna de Venecia, a mi espalda quedan el Lido y el Grand Hotel des Bains -con sus salones art déco frecuentados por Thomas Mann- en el que Luchino Visconti rodó su “Muerte en Venecia”.

El tren se detiene en Mogliano Veneto, la cuna del “fotógrafo del siglo XVIII”, el arquitecto Giovani Battista Piranesi.
Treviso -hermanada con las ciudades argentinas de Neuquén y Urdinarrain- fue propiedad de los Visconti de Milán durante unos años de la segunda mitad del siglo XIV, antes de incorporarse a la República de Venecia. Regreso a Luchino Visconti. La improvisación construye el sentido de muchos procesos de creación: la búsqueda de lo desconocido. Visconti no buscaba lo desconocido, encontraba el goce y el desafío en crear imágenes a la medida de sus propias imágenes. No había espacio para la improvisación. La improvisación es desorden. Las películas crecían en la arquitectura de su memoria. Su proceso creativo: hacer visible su film interior (el negativo de mi mente lo llamaría David Lean).

En Conegliano, la tierra del vino Prosecco, regresé a Piranesi y Carceri d’Invenzioni, sus grabados de cárceles imaginarias impregnaron, tres siglos después, la visualidad del cine de James Whale, Fritz Lang, Ridley Scott o Martín Scorsese, entre otros. Abrieron el camino a fundacionales aportaciones sobre el proceso creador en el cine a partir de las reflexiones de Sergei Eisenstein en sus textos liminares. “El montaje de atracciones”- concebido para el teatro y apropiado por el cine en un camino de ida y vuelta- y en “Montaje y arquitectura” donde lee la serie entera de “las cárceles” de Piranesi como fragmentos de una misma secuencia.

El tren deja atrás Pordenone, Udine, Gorizia -paradigma de ciudad de fronteras- y Monfalcone.
Desde la ecléctica estación Trieste Centrale, viajero de equipaje ligero, camino -sólo caminando nos apropiamos de las ciudades- hasta el número 16 de la Vía Milano, Hotel Solun, segunda planta, habitación con vistas.

En el extremo sur de la ciudad, en la Vía Giovanni Palatucci 5, está La Risiera de San Sabba. Edificios industriales, de ladrillo al descubierto, construidos en 1898. En 1913 fábrica para el descascarillado de arroz. En 1943, campo de concentración, el único que hubo en Italia, con la fantasmal República de Saló. En 1965, Monumento Nacional Italiano. En 1975 Museo Cívico de la Risiera para honrar la memoria de los asesinados y de los que iniciaron desde allí el viaje del horror hacia otros campos de concentración de la Mitteleuropa.

“Cuando regreso a Trieste -escribe Magris- parece que salgo de un tiempo rectilíneo, que sigue de frente dejando el pasado a las espaldas, para reingresar a un tiempo discontinuo y contradictorio…”
Trieste, ciudad del viento, ciudad de fronteras, ciudad de la memoria, de culturas, de viajeros. La escritura, en la Trieste multilingüe, expresa identidades múltiples en la que transitan la nostalgia y la melancolía. La Bora; un viento catabático -llega, a veces, a los 170 kilómetros por hora-, nace en Dalmacia, se desencadena en Trieste y muere en Venecia; tiene su Museo en el 9 del Viale Belpoggio.

La vía Cesare Battisti

Leo a Magris: “En cuarto año del Gymnasium, cuando teníamos 14 años, un compañero mío…” la memoria improvisa con rigor el guión de nuestro film interior, me lleva a 11.305 kilómetros, donde Tuncho -ocho años compartidos en el colegio- supera con tenacidad las consecuencias de la pandemia del año 20. Y me deja en el número 621 de la calle 25 de Mayo, de San Miguel de Tucumán, frente al Gymnasium.

“Ha llegado el olor de las vacaciones”, me dice Goyo, compañero de colegio y de caminatas, con la expansiva alegría de los 14 años, mientras avanzamos por aceras con naranjos envueltos por el blanco perfume de los azares de una incipiente primavera. “Cuando toman forma la arquitectura de las frases mientras escribimos -reflexiona Magris- descubrimos que acuden palabras dichas por otros, pero no por esto las sentimos menos propias”.
Estoy sentado junto a una vieja caja registradora expuesta, como una reliquia, sobre un pequeño mueble de madera oscura. Debajo de ella, dos estantes albergan piezas y tableros de ajedrez. Es el Caffe San Marco, al que Magris, asiduo parroquiano, define como “Un tablero de ajedrez, en el que uno se mueve torciendo el ángulo recto para volver a encontrar el mismo punto de partida”.

Desde mi mesa puedo ver a un “hombre de gruesos lentes, que le ensanchan los ojos con ese ojo azul, grande aún sin gafas, que mira con eterna curiosidad y frialdad”, como lo describe su discípulo Italo Svevo. Sentado frente a una mesa de mármol aferrada al suelo por el hierro forjado de unas garras de león, James Joyce escribe “Los Muertos”.

Reflejado en uno de los grandes espejos del café veo a John Huston, bajo globos luminosos, rodeado de estucos marrones y maderas oscuras casi negras. Sentado en una banqueta, tiene las manos colocadas sobre el teclado del lustroso piano de cola. Su posición le permite dominar todos los movimientos del tablero de ajedrez. Sus ojos escrutan con intensidad al hombre -del ojo azul detrás de gruesos lentes- que escribe la historia con la que él rodará la última y más bella de sus películas.

El ajedrez del Caffe San Marco me devuelve al punto de partida, Magris escribe junto a una ventana. Su perfil emerge con la luz del sol y regresa a la difusa claridad de una mañana de nubes viajeras. “Sentados en el café, estamos de viaje”, dirá Magris.

Volver al punto de partida

El recorrido como Jurado del Festival de Cine de Trieste: navegar por los meandros de un río. “Brouwer: el origen de la sombra”, conduce la reflexión sobre el cine hacia el diálogo entre procesos creativos, que desbrozan sus fronteras.
“Los Modernos” -un relato documental; 40 años de la sociología en Argentina, su enseñanza, derivaciones conceptuales, ideológicas y políticas; construido desde el análisis y las reflexiones de algunos de sus protagonistas es un viaje por el laberinto de la identidad múltiple del cine para repensar algunos aspectos que conformaron su perfil analógico.

Los soportes: acetatos, celuloide… (ahora digital). Una gran profesora francesa, de montaje, criticaba con acritud, la incorporación de los Avid  a su cátedra de montaje. El cine, decía, no es un producto, es un proceso creativo de transformación de una materia. A la reunión del Consejo Académico, en la debíamos discutir el tema, se presentó con recortes de película de 16 y 35 mm, recogidos de su sala de montaje y los distribuyó entre todos los presentes. Con trozos de película acariciados por la yema de sus dedos dijo “Al cine hay que tocarlo, sentir su tacto, mirarlo y transformarlo en la moviola. El resto es…video.”

Los espacios de su exhibición: la sala oscura y compartida del cinematógrafo, la televisión, los dispositivos digitales, las plataformas. El maestro José Luis Borau me decía, entre el enfado y el pesar, haber disfrutado de una gran película española de los años 80 en una sala de cine. Verla nuevamente, por televisión: “¡era otra película!”. Y Costa-Gavras explicaba “…el cine es más grande que nosotros para verlo en una mano”, mientras dirigía la mirada a su mano izquierda que sostenía un imaginario teléfono móvil.

Los caminos confluyen en una certeza: el cine, tierra de fronteras versátiles, configuró su múltiple identidad recurriendo a la pintura, fotografía, la literatura, la música, el teatro. En la segunda mitad del siglo XX escritores, dramaturgos, fotógrafos, pintores, plásticos, arquitectos o músicos se miraron en el cine para recuperar, revisar, enriquecer o reencontrar sus propias prácticas creativas. Como también lo hicieron comunicadores, sociólogos, historiadores o antropólogos. El filósofo Jacques Derrida escribirá: “No creo ir demasiado lejos si digo que, conscientemente, cuando escribo un texto proyecto una especie de filme…”

Lo importante, el método

Eisenstein, retorna a la escena: “…el aspecto más importante no es exponer la solución, sino el método”, decía a sus estudiantes de cine.

Explica -en el sentido amplio de la expresión: desplegar, desarrollar, describir, descubrir su génesis- el cine a sus estudiantes a partir de una metáfora orgánica: el plano/la toma es la célula madre, contiene en sí misma un “proceso orgánico”, que internamente las estructura y las organiza entre sí. El montaje es ese proceso orgánico: abarca todos los momentos de la producción de una película. Casi medio siglo después Deleuze tomará esta secuencia de ideas para explicar y explicarse la relación movimiento-cine, colocando al montaje como el “organismo” responsable de hacer del movimiento, cine.

Eisenstein leyó y percibió -con la mirada del cineasta/espectador- en la detallada descripción de la Acrópolis de Atenas, del teórico de la arquitectura Auguste Choisy, la secuencia del montaje arquitectónico. “…el recorrido imaginario (de la Acrópolis) seguido por el ojo… (es) el camino que sigue la mente a través de múltiples fenómenos distantes en el tiempo y el espacio, reunidos (y organizados) en un único concepto significativo”.
El cine objetivó el montaje, como proceso, al dotarlo de una entidad técnica. El ingeniero, arquitecto, dibujante, director teatral, cineasta y maestro, Eisenstein encontró en el montaje un método que estructura la actividad creativa de las artes (“proceso orgánico”) que conduce la percepción interior del observador o espectador: “al hablar de cine, la palabra recorrido no se usa por accidente”.

El viaje es el cine

Magris sigue el curso del Danubio, ha llegado hasta el extremo oriental de Rumania, sobre la costa del Mar Negro. La ciudad de Sulina “… un símbolo del desalojo, del abandono, un estudio de cine donde las secuencias han sido filmadas hace tiempo, y la troupe al irse, ha dejado el escenario, trajes y decorados que ya no servían…La película que ya ha sido rodada es la de la vieja Europa danubiana…”
Al final de su recorrido por su Mitteleuropa, Magris busca la desembocadura del Danubio. Un soldado que avanza penosamente en bicicleta responde a su pregunta señalándole “un punto lejano en la inmensidad, de un infinito mar…”. El viajero Magris siente que la desembocadura no existe. El Danubio se derrama en ocultas bifurcaciones: “Es invisible”. Termina su recorrido por la memoria del Danubio: “Después de 3.000 kilómetros de película uno se levanta y se aleja un momento de la sala…y atraviesa distraídamente una salida de socorro, en la parte trasera…”

Epílogo

Termino de escribir a 1.532 kilómetros de Trieste. Un luminoso blanco prolonga la luz y se deposita sobre calles, árboles o jardines. La noche brilla encendida por la nieve.
La fotocopia, que tengo sobre mi mesa, conserva aún, el blanco del papel y los empecinados caracteres de una vieja Olivetti. Hace más de 30 años, un amigo y compañero de colegio, me entregó en mano los dos folios de la carta dirigida a su padre que acababa de morir: “Querido Tata… Me duele este espacio deshabitado, sin vos, que provoca un aletear de nostalgias…rememoro la noche antes de tu crepúsculo, cuando te tomé la cara entre mis manos y nos miramos por última vez con los ojos del agradecimiento… Calico”.

Trieste, el Caffe San Marco y el cuento escrito por el hombre del gran ojo azul y las gruesas gafas, regresa como película de la mano de John Huston, con la voz en off del actor Donal McCann, en las imágenes finales: “De nuevo nevaba…caía nieve en cada zona de la planicie central… Reposaba, espesa, al azar… caía leve la nieve, como el descenso de su último ocaso, sobre todos los vivos y sobre los muertos.”
© LA GACETA

Alberto García Ferrer - Guionista, realizador y productor tucumano. Fue director general de la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños, fundada por Gabriel García Márquez; secretario general de la Asociación de Televisión Educativa Iberoamericana; profesor de la Universidad Complutense de Madrid, la Autónoma de Barcelona y director de la Maestría de Industrias Audiovisuales  de la Universidad Internacional de Andalucía.

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