Deseo de Navidad: una sociedad con valores de todos

Deseo de Navidad: una sociedad con valores de todos

El obispo emérito de Concepción, monseñor José María Rossi, cumple medio siglo de sacerdocio y, en la entrevista que se publicó el domingo pasado, planteó que en el “cambio de época” que vive la humanidad, advertido por el Concilio Vaticano II en la década del 60, uno de los desafíos que enfrenta la iglesia Católica es llegar con su mensaje evangelizador al poder.

La reflexión actualiza, en el inicio del siglo XXI, un debate que asomó en el origen del siglo XX, sobre todo en Europa (el centro del mundo, por entonces), pero que fue sepultada por las dos guerras mundiales y los totalitarismos de entreguerra: el nazismo, el fascismo y el stalinismo.

En los múltiples jalones de la ciencia política moderna tres hitos pueden ser concatenados al respecto. El primero refiere a Nicolás Maquiavelo. Ya es una certeza canónica que la disciplina se funda con la obra del florentino nacido a finales del siglo XV, que publicó su pensamiento a principios de la centuria siguiente. Es conocida su concepción amoral del ejercicio del poder. 

El segundo mojón data del siglo XVIII. En el otro extremo de Maquiavelo se ubicó Emanuel Kant, el filósofo llamado “padre de la Ilustración”. Su concepción política es eminentemente moral. Hasta el punto de proponer, como imperativo, que toda decisión personal debería tomarse considerando que esa acción individual pudiera convertirse en una ley universal.

La instancia superadora llegó con Max Weber, que desarrolló su obra sociológica en el siglo XIX y murió en 1920, en tiempos de pandemia: la de la “gripe española”. Weber advirtió que entre un extremo (el de la política sin valores) y el otro (el de la política puramente moral) había una ética de la responsabilidad. Un obrar que no podía caer en el vacío ético del maquiavelismo, pero que tampoco podía terminar en la imposición de la ética individual, porque lo que se gobiernan son intereses colectivos. A lo que se propende es al bienestar general.

Weber dice, justamente, que el mundo que venía de la tiranía de la fe no podía caer en la tiranía de la razón. ¿Cómo puede ser tirana la razón? Lo exhibieron comunistas y capitalistas.

Superfluos

El sociólogo alemán vio alzarse al comunismo con la doble Revolución Rusa de 1917. Y fue contemporáneo a buena parte de la atroz guerra civil sobreviniente entre “rojos” y “blancos” con el campesinado (los “verdes”) como botín. Vivió para ver la gestación del estado de policía con la creación de la Cheka (luego KGB) y su persecución de “contrarrevolucionarios”. Y la abolición de la propiedad privada con la colectivización de la tierra, eje del fracaso sistémico de la agricultura, en particular -y de la economía, en general-, de la futura URSS. 

No menos cierto es que, en apenas 30 años, convirtieron un país feudal, y con el 80% de la población en el campesinado, en una superpotencia. Pero el costo fue una vida de infinitas penurias para su pueblo. Porque, como definió Hannah Arendt, totalitarismo es todo régimen que considera que las personas son superfluas.

En 1947, después del horror de la Segunda Guerra Mundial, y de la aniquilación de opositores en las “purgas”, Stalin habría de lanzar el IV Plan Quinquenal, que destinó más del 80% de los recursos al rearme del Ejército Rojo y sólo las migajas restantes a los bienes de consumo para los hambreados soviéticos. Su redisciplinamiento ideológico impuso a filósofos y escritores una literatura con conciencia revolucionaria. Hasta el punto de censurar (al igual que el cristianismo en el occidente capitalista) la “Teoría de las especies”, de Charles Darwin, porque no concibe la lucha de clases como motor de la evolución del ser humano.

Explotados

La razón capitalista, a partir de las revoluciones industriales, también impuso su tiranía, que Weber presenció largamente. En ese despotismo explotador la persona se deshumaniza y se vuelve un recurso (humano). Todo cuanto hace es mercancía. Por ende, todo tiene un precio. Poco después se asumirá que “todos” tienen un precio, también. 

Esa tiránica razón capitalista, en los términos de George Simmel (contemporáneo a Weber), consigue, primero, imponer su lógica: el dinero. Si todo cuanto la humanidad hace es susceptible de compra y venta, los billetes con que se cuenta ya no son meramente plata, sino la exacta cantidad de bienes y de servicios a los que se puede acceder… y a los que no. Así que el dinero ya no es un medio, sino un fin. 

Luego, la tiránica razón capitalista impone su “fe”. Ironiza Simmel que el único milagro bíblico que se replica hoy, a diario, es la multiplicación de los panes y los peces. Sólo que se da en los plazos fijos de los bancos: una persona inmoviliza plata allí y, cuando retorna un mes después, tiene más billetes que los que dejó. El dinero, en el capitalismo, es casi una religión.

Tanto es así que sus postulados han devenido vitales. Lo alertó otro sociólogo, Thomas Merton, quien nació en 1910 y recibió al nuevo milenio: murió en 2003. El estadounidense advirtió que se viven tiempos en los que se da gran importancia al éxito como “meta”, sin darle la entidad equivalente a los “medios” institucionales para alcanzarlo. Ese éxito, además, es enteramente monetario. Entonces diagnosticó: cuando la atenuación de los medios se profundiza y la exaltación de las metas se acentúa, se produce la anomia. Si se puede triunfar legalmente, bien. Si no, también.

Toda una mirada para entender por qué la corrupción no sólo es tolerada sino también legitimada: en las encuestas, la corrupción es siempre el último elemento que define el voto de los argentinos. Esa proyección, por cierto, se verifica empecinadamente en las urnas… La única derrota, en la tiranía de la razón capitalista, es dejar de tratar de ser rico.

Agrietados

Cuando habló del desafío de “evangelizar el poder”, monseñor Rossi usó la palabra “poder” genéricamente. Sólo cuando la periodista Magena Valentié le repreguntó acerca de dónde están los principales focos de resistencia, el religioso hizo una distinción. “Las resistencias vienen del poder económico, fundamentalmente. Es el más reacio”, subrayó.

La empresa colectiva de construir una sociedad mejor es la tarea del poder político, pero de ninguna manera es su exclusiva responsabilidad.

Ahí es donde Weber  planteó la quimera. Hay que encontrar algo que trascienda la tiranía de la fe y la tiranía de la razón. Ese “más allá” es la gestación de valores que sean “de todos”. No de una religión. No de una casta. No de un sector. Valores que sean del conjunto.

La construcción de esos valores comunes no es sencilla. Implica para muchos admitir que hay valores de las religiones que son trascendentes, legítimos e imprescindibles. Y también implica, para otros tantos, aceptar que hay valores exaltados por las religiones, o por sus representantes, que dejaron de ser considerados trascendentales, inclusive, por legiones de seguidores de los propios credos.

Ojalá la opción por los valores comunes fuera sencilla y clara, pero no lo es. Acaso porque la claridad es la promesa de la demagogia. Y de su hija, “la grieta”. Hoy vivimos, en términos ideológicos, en la tiranía de la razón binaria, que todo lo reduce a “blanco y negro”. Una totalidad indolente y maniquea, que ha fulminado la riqueza de los matices y la pluralidad.

Justamente, el camino claro y sencillo que se tomó fue el del antagonismo, que en su estafa de constreñir el mundo sólo a dos variables ha impuesto la tiranía de la razón dicotómica. Esa lógica sí que es simple: el que opina distinto es malo. Siempre será más cómodo quedarse en esa pobreza de razonamiento. Para ejemplo sobra la riña en torno de la Interrupción Voluntaria del Embarazo. No hay debate ahí, porque nadie escucha al “otro”. Si no hay discusión, no hay democracia. Si no hay democracia, hay tiranía. La de la fe o la de la razón.

Después de tanta historia debería aspirarse a un mundo que, antes que claro y sencillo, fuera responsable. La posibilidad de construir una sociedad con valores que sean de todos es mucho más trabajosa. Y está llena de dificultades. Pero entraña la elección por una sociedad menos violenta. Más tolerante. Más abierta. Más democrática. Más justa.

La opción no es simple ni clara, pero es nuestra.

Ese parece un digno deseo de Navidad.

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