“La democracia enfrenta un reto inmenso en América Latina y no se sabe si aguantará”

“La democracia enfrenta un reto inmenso en América Latina y no se sabe si aguantará”

El editor senior y columnista especializado en la región de The Economist subraya que la pandemia intensificó el descontento social. “La Argentina es un caso triste de un país que se está ‘des-desarrollando’”, opinó Reid.

Las palabras que Michael Reid (1952, Reino Unido) escribe en la revista británica The Economist pueden influir en el curso de América Latina: su comprensión de los problemas es un insumo para la toma de decisiones de un establishment global que, como reconoció el escritor tucumano Tomás Eloy Martínez, ignora que Honduras y Chile son países distintos. Según cuenta el editor senior desde Madrid, donde está encuarentenado, su misión como autor de la columna “Bello” es despejar la ignorancia existente sobre esta zona del planeta. Ese mismo afán de traducir e interpretar los fenómenos latinoamericanos lo llevó a publicar en 2007 un libro que condensa las líneas maestras de su análisis, “El continente olvidado. Una historia de la nueva América Latina”, y cuya reedición actualizada acaba de ser lanzada en la Argentina. Reid ya no es tan optimista como hace 13 años. “La democracia enfrenta un reto inmenso en América Latina y no se sabe si aguantará”, dice.

A Reid la covid-19 lo obligó a frenar una agenda de viajes que se llevaba seis meses de su año. Ahora teletrabaja y, más que nunca, mira y oye por medio de los ojos y los oídos ajenos. Por eso lo primero que pregunta en esta cita por Google Meet es si en Tucumán se siente el incremento de la pobreza. El periodista educado en la Universidad Oxford lamenta no haber podido llegar aún a la provincia, lo mismo que no haber tenido la dicha de conocer a Tomás Eloy Martínez, quien antes de morir publicó un comentario elogioso sobre “El continente olvidado” en el diario La Nación. “Algunas de las observaciones de Reid son pintorescas; otras son reveladoras. Quizá no haya nada nuevo en lo que dice, pero el conjunto ilumina con claridad y mesura una historia sembrada de suspicacias, prejuicios y ciegos ardores ideológicos”, resumió el creador de “Santa Evita”. El comentarista añadió que Reid creía que el progreso y la prosperidad se alcanzarán cuando haya administraciones menos corruptas y autoritarias que las que demolieron la grandeza prometida en el siglo XIX, y cuando el crecimiento se establezca a través de reformas bien pensadas y no de revoluciones regresivas: “la última frase de su libro es una cita de Juan Bautista Alberdi que ilustra cabalmente esa idea: ‘Las naciones, como los hombres, no tienen alas. Hacen sus viajes a pie, paso por paso’”.

De esa América prometedora tomó Reid al prócer Andrés Bello y lo convirtió en su alias porque los periodistas de The Economist observan la regla de no firmar sus producciones. “Como la columna es más personal, usamos seudónimos. El mío es ‘Bello’ en honor al filólogo venezolano y diplomático de la independencia americana en Londres durante 25 años. Fue el primer rector de la Universidad de Chile, así que también representa la educación pública. Además, escribió el Código Civil chileno, que es la base del Estado de derecho y que fue copiado en varios países. Pero muchos lo olvidaron”, apunta. Reid acota que, paradójicamente, Bello era más conocido en 1860 que en 2020. “Hay latinoamericanos que no reconocen el apellido y piensan que lo uso porque me creo lindo”, relata con una sonrisa. Las columnas recientes de Bello abordaron las convulsiones de Perú; el futuro de Jair Bolsonaro ahora que su baluarte, Donald Trump, fue derrotado y, también sobre Quino y Mafalda. Reid destaca que también escribió sobre la novela “Zama”, de Antonio Di Benedetto, el escritor mendocino: “para mí vergüenza confieso que nunca había escuchado hablar de él, pese a la película de Lucrecia Martel. Me encantó el libro: es extraordinario. Dice algo sobre la condición latinoamericana: la frontera interna; la tortura de la burocracia; las incertidumbres en la vida diaria; la convivencia con la arbitrariedad; el contacto con animales salvajes... Gocé muchísimo con esta columna. Espero que los lectores también”.

-¿Por qué puso su trabajo al servicio del “Continente olvidado”?

-Empecé a escribir originalmente este libro porque sentí que América Latina fue muy poco entendida en el mundo. Empecé en 2004 y la primera edición salió en 2007. Hubo un proceso importante de reforma y cambio en la región. Veía la situación con cierto optimismo, y también veía el desafío ideológico de Hugo Chávez y la entre comillas revolución bolivariana. Había una lucha entre el reformismo democrático y el populismo autoritario. Y pensé que eso era importante. Tuve la suerte de que el libro encontró un eco y la editorial me pidió que hiciera una segunda edición en inglés que terminé a comienzos de 2017. Para entonces había habido grandes novedades: el auge y la caída del boom de las materias primas, y el auge y la caída de la llamada marea rosa y del chavismo. Y el reformismo que yo había visto ejemplificado de distintas maneras en Brasil, Chile y México había encontrado obstáculos, y retrocesos. Entonces, estuve menos optimista, pero aún advertí que la democracia seguía en pie y que las sociedades en general parecían más dinámicas. Siempre hay que decir que hay muchas realidades distintas en el espacio latinoamericano, pero el desafío es grande porque las economías básicamente se han estancado seis años antes de la pandemia debido a que la productividad es muy baja, y no ha habido suficientes reformas para hacer más competitivas y eficientes a las economías. Por otro lado vemos el descrédito y el desprestigio cada vez más evidente de la política en parte por la corrupción y la visibilización de la corrupción, y, en parte, por la falta de logros económicos tangibles y de una creciente desconexión entre la clase política y los ciudadanos vinculada a la debilidad y decadencia de los partidos. Todos esos problemas se han intensificado en los últimos años. La democracia en América Latina enfrenta un reto inmenso.

-¿En qué punto coloca a la Argentina?

-La Argentina es un caso muy triste de un país que se está ‘des-desarrollando’. Hay una memoria de la época de oro y un debate sobre cuándo terminó, si en la Primera Guerra Mundial; en 1930; en la Segunda Guerra Mundial o en los 70, pero es una historia de declive. Siempre se creyó un país rico, pero es un país rico donde hay muchos pobres. Esto es un dato relevante porque la Argentina entró en una serie de conflictos distributivos que fueron limados por la inflación. Creo que la Argentina hoy enfrenta dos problemas básicos. Por un lado, no exporta lo suficiente y eso la convierte en uno de los pocos países de América Latina donde todavía hay una restricción de balanza de pagos y falta de divisas. Esto era una dificultad en la región en los 60 y los 70, pero el resto de los países lo solucionó en distintos grados a partir del Consenso de Washington, que abrió las economías. Pero la economía argentina es muy cerrada: enfrenta una escasez permanente de dólares, lo que lleva a que falta confianza en el peso y a un ciclo vicioso de inflación. Segundo punto muerto en la Argentina: el Estado se dedica a acompañar la pobreza por medio de mecanismos clientelistas en vez de tratar de superarla con una organización más pequeña y eficaz que dé buenos servicios públicos, y, sobre todo, invierta en capital humano que permita que el país retorne a la senda de crecimiento.

-¿Qué rol cumple la corrupción en “El continente olvidado”?

-En los últimos 10 años hubo un gran impulso para la lucha contra la corrupción mediante una nueva generación de jueces y de fiscales, muchos bastante educados y formados, que consiguieron los instrumentos legales, como la cooperación internacional en materia de movimientos financieros; los testigos protegidos y la delación premiada o el mecanismo de los arrepentidos. También hubo un periodismo libre de investigación más sofisticado que en el pasado. Está claro que ese impulso se ha ido perdiendo, en parte porque ha habido resistencia de la clase política y, en parte, porque hay una gran politización de la Justicia en algunos países todavía, donde usan la lucha anticorrupción como un arma política. Se vieron abusos y exageraciones de parte de algunos fiscales y jueces, por ejemplo, con la prisión preventiva. Eso creó una reacción. Y falta todavía una institucionalización de la lucha contra la corrupción para que esta se convierta en un tema rutinario que posibilite al sistema judicial en su conjunto, desde la Policía hasta la magistratura, detectar la corrupción y castigarla, y que esa sea la norma.

-¿Hay una olla a presión en América Latina disimulada por la pandemia?

-Como dije en la segunda edición del libro, aumentaron las dificultades y el descontento, y hay más problemas para la democracia. Las protestas estaban en alza antes de la pandemia por los motivos que ya indiqué, en esencia, el estancamiento económico y el desprestigio de la política. La recesión o la falta de crecimiento alimentaron la percepción del estrechamiento de las oportunidades y de desigualdad, fenómeno que es multidimensional y no sólo de ingresos, sino de acceso a los servicios y bienes públicos, y de trato de parte del sistema. Esa desigualdad se hizo menos tolerable. Y esa impaciencia e irritación tomó tres formas: en casi todas las elecciones importantes ganó la oposición, como vimos en la Argentina dos veces; se eligieron presidentes populistas de distintos signos políticos, por ejemplo, en Brasil y en México, que no tenían una tradición tan arraigada de eso, y las manifestaciones callejeras. Todas las causas del descontento se han intensificado con la pandemia y la recesión. Es verdad que la gente va a estar muy enfocada en lo básico, como el empleo y la seguridad, porque la delincuencia va en aumento, y eso puede desmovilizar. Pero muchos de los nuevos pobres que hay en la región se sentían de clase media, aunque tal vez no lo eran. Y perder eso es duro. Es una desafío grande para el liderazgo político y no estoy seguro sobre si la democracia va a aguantar en todas las partes. Vemos riesgos de retrocesos autoritarios en algunos países.

-Hace poco usted escribió una columna interesantísima sobre los presidentes prestanombres o testaferros. ¿Puede explicar en qué consiste esta tendencia?

-Pensé en esto a raíz de la elección de Luis Arce, en Bolivia, porque no sabemos si él va a hacer su propio Gobierno o si será un testaferro de Evo Morales. En Ecuador, Rafael Correa ha puesto un candidato (Andrés Arauz) porque él no puede serlo debido a que está impugnado por la corrupción: es un discípulo, un joven economista, y es evidente que, si gana, Correa va a volver. Iván Duque, en Colombia, está ahí porque Álvaro Uribe lo impuso y todavía no ha sentado su autoridad. Duque es visto como un presidente que no controla a todo su gobierno. En la Argentina tenemos el caso de Alberto Fernández. A diferencia de Duque, Alberto es un político con sustancia, pero no podía ganar las elecciones sin Cristina (Fernández de Kirchner), y forma parte de una coalición entre el kirchnerismo, y los sectores más moderados y afines a él. Uno nota que es un Gobierno que está muy cauto en el tema económico, que es central. Me parece una pregunta legítima si Fernández podrá imponer su propio programa económico o no. Este fenómeno (de los presidentes prestanombres) está avanzando y entiendo que es complicado porque un jefe de Estado que no está plenamente en posesión de su cargo en una región con mucha tradición si se quiere caudillista ocasiona inestabilidades. Y luego está el problema de que los presidentes en las sombras, que están detrás de los prestanombres, tienen intereses particulares que pueden perseguir con una cierta dosis de irresponsabilidad porque no deben rendir cuentas directas al electorado.

-Última pregunta: Maradona. Usted escribió sobre la vida bendecida y maldita de nuestro futbolista. ¿Cree, como el ex jugador inglés Gary Lineker, que aquel gol con la mano del 86 fue tramposo?

-Efectivamente creo que Maradona es una figura muy compleja y expresiva de ciertos argentinos y de cierta Argentina del conurbano que ha tenido que luchar bastante. Él combinaba un talento divino con la viveza criolla en una vida de una autodestrucción trágica, finalmente, porque no sabía convivir en forma sana con su propia fama y fortuna. En cuanto al futbolista, creo que no hay dudas de su grandeza y de que está entre los más eximios del mundo. Tengo en la memoria ese partido (Argentina versus Inglaterra en el Mundial de México 86) y me puse a ver los goles otra vez, y advertí que me había olvidado que la jugada de “la mano de Dios” había empezado con otra corrida fabulosa de Maradona, donde esquiva a tres o cuatro defensores, y después hace un pase. No hay duda de que metió la pelota en el arco con la mano y él mismo lo admitió. La mano de Dios: es interesante pensar que hoy en día, con el VAR, ese sería un gol anulado, tarjeta roja, no habría habido un segundo gol y, tal vez, Inglaterra habría ganado el Mundial. Pero pasó lo que pasó. Futbolísticamente no hay discusión, aunque su vida tuvo zonas oscuras, por ejemplo, en el tratamiento de las mujeres. Pienso que en Inglaterra hay muchísimo cariño por Maradona y un gran reconocimiento de su calidad como jugador.

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