Gracias por hacernos tan felices

Gracias por hacernos tan felices

Gracias por hacernos tan felices

“Llegaste. ¿Pero qué apuro había, querido?”, dice el Zorzal. Los brazos abiertos, la sonrisa interminable. La gomina de Carlitos y los rulos renacidos del Pelusa se saludan como dos potencias de ley. Y ahí, en esa esquina barrial de la inmortalidad, el tango y la pelota dibujan las mismas piruetas virtuosas. “No te hagás problema, purrete. Cuando se sequen las lágrimas las sonrisas van a volver como un torrente. Porque repartiste tanta felicidad que nadie se la va a pasar llorando. Te lo digo yo, que sé cómo viene la mano. Primero un ratito de angustia, después los recuerdos más lindos. De ídolo a ídolo -subraya el Zorzal-. Mientras tanto, acá te estaban esperando”. Sí, Doña Tota y Chitoro. Mamá y papá. Juntos, como en Fiorito, como siempre. Abrazos interminables, manos en las mejillas, un rayo de luminosidad. Hay un tiempo sin tiempo en el que la pelota, jamás manchada, sube y baja. Del pie a la rodilla, y de allí al hombro, y luego a la cabeza. Hasta volver a empezar. Mil veces. Ya nadie distrae al Pelusa de su romance con el juguete amado. A su alrededor se formó una ronda admirada que jamás se cansa de sacar la cuenta. ¿Cómo hace? ¿Cuánto lleva sin que toque el piso? Como cuando era un pibe y en los entretiempos de los partidos la redonda vencía a la física quedándose a vivir en el aire. Entonces, desde las tribunas, se alzaba el clamor: “¡que lo dejen!” Y los 22 jugadores cambiaban la resignación por el embelesamiento. “Me trajiste la Copa. Qué linda que es”, suspira el Zorzal. Y sí. En las manos del Pelusa está la del Mundial. La que levantó en México, apuntalado por millones de espíritus albicelestes. Esa Copa. “¿Me la prestás?”, pregunta Carlitos. Y él, con un cachito de desconfianza, se la pasa. “Pero por un ratito. ¿eh? Y me la devolvés”. “Sí, papito. Es tuya. Pero nuestra también”. Y le guiña un ojo. Mientras Carlitos juguetea y se anima a darle un beso a ese minimundo de oro macizo, como si estuviera en el corazón del Azteca, Pelusa piensa. Por ejemplo, en aquella tarde en la que miró a la multitud, embebido de azul y oro, y simplemente dijo: “me equivoqué”. Tarde para arrepentimientos, advierte, como en una charla sin interlocutores. Porque nadie le responde ni le responderá. El control de daños ya es cosa del pasado para el hombre que, frente al espejo, va recorriendo cada contradicción como grietas en la piel. “Dejá de preocuparte. Ya está -lo anima el Zorzal-. Algunos van a seguir juzgándote, muchos no van a aprender a quererte. ¿Si tienen razón? ¿Y quién es el dueño de la razón, se puede saber?” Pelusa alza la mirada, mira a Carlitos, tan criollo a pesar del smoking y los guitarristas dibujados en el horizonte, y descubre que nuevos invitados llegan a la bienvenida. También van vestidos para la ocasión. Un tal Di Stéfano, un tal Charro Moreno. “Armamos un once contra once -le explican al pasar-. Así que preparate”. “¿Pero entonces qué soy, Zorzal? ¿Un mito?”, inquiere el Pelusa con los botines religiosamente desatados. “No pibe, si hay mito no hay historia. Y vos sos historia pura, de punta a punta. Así, sin vueltas. No hay nada inventado, apenas una aventura de 60 años que equivalen a 600 en la vida de cualquiera. ¿Leyenda? Seguro que sí. Pero eso sí: andá acostumbrándote a todo lo que se diga. Porque se va a decir cada cosa...” De repente todo se puso verde bajo los pies y bien celeste un poco más arriba. El Zorzal entona sus versos y la pelota corre de acá para allá. Y una vez más, al Pelusa no se la pueden sacar. Y él, que nos hizo felices, también se permite ser feliz. “Cuánto te van a extrañar, pibe. Pero vos dale. Seguí jugando”.

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