Cumplió 100 años en plena pandemia de coronavirus

Cumplió 100 años en plena pandemia de coronavirus

Odil Ilba Quintana nació un año después de la enfermedad más devastadora que sufrió la humanidad

SONRISA. La felicidad de Odil durante la celebración de sus 100 años. LA GACETA/FOTO DE ÁLVARO MEDINA SONRISA. La felicidad de Odil durante la celebración de sus 100 años. LA GACETA/FOTO DE ÁLVARO MEDINA

Odil Ilba Quintana sonríe y levanta su copa de cerveza. Brinda por su cumpleaños número cien.  Lo festejó en cuarentena el sábado 16 de mayo, junto a una de sus hijas y dos de sus nietas. Odil tiene la mirada dulce y el relato firme. De pronto comparte una reflexión y pareciera como si revelara la fórmula de la longevidad: “la vida no es ir detrás de un reloj que avanza sin detenerse; que el reloj haga lo que quiera y lo que tenga que hacer, que yo voy a hacer lo mío”.

Nació en 1.920, un año después de la pandemia de “gripe española” (1.918-1.919), considerada la pandemia más devastadora que sufrió la humanidad: se estima que murieron más de cincuenta millones de personas. Hoy, un siglo después, le toca hacer este brindis en un contexto similar e imprevisto. “Veo al mundo tambalear y siento que hace falta la mano de Dios; mientras él no se decida a intervenir, todo lo que el hombre haga va a ser poco”, afirma con pena.

FESTEJO. La mujer brinda por su centenar de años. LA GACETA/FOTO DE ÁLVARO MEDINA FESTEJO. La mujer brinda por su centenar de años. LA GACETA/FOTO DE ÁLVARO MEDINA

Su compromiso con la fe católica, la familia y los libros son tres pilares en su vida. A la lectura le debe su “espíritu volador”, como ella lo describe: “los momentos libres que tenía no los usaba para ir a bailar o presumir –bromea-, los usaba para leer; ahí estuvo siempre mi mundo, ahí mi alma disfrutaba y yo era feliz”.

En noviembre de 1948 conoció a José Rogero y sintieron un amor definitivo. Tres meses más tarde se casaron para compartir luego 54 años de matrimonio, hasta que el hombre falleció en 2003. Cuatro hijos, ocho nietos y ocho bisnietos son el resultado de ese afecto y, en plena cuarentena, los extraña: “sobre todo extraño a los chiquitos”, cuenta. “Verlos entrar y corretear, bailotear y cantar, hacer alguna travesura o pelearse; para mí son la vida. Es como si los necesitara, como si formaran parte de mí y yo estuviera ahí bailando, saltando y jugando con ellos”.

No es la primera vez que Odil se enfrenta a las dificultades originadas por una crisis de salud. Asegura que cuando era joven el paludismo o malaria afectaba a muchas personas y ella también lo sufrió. En aquella época le suministraban quinina, no existían tratamientos más eficaces. Su familia la envió a una estancia de Trancas con la intención de aliviar el malestar alejándola del “aire nocivo de la ciudad”.

ACOMPAÑADA. Odil, junto a una de sus hijas. LA GACETA/FOTO DE ÁLVARO MEDINA ACOMPAÑADA. Odil, junto a una de sus hijas. LA GACETA/FOTO DE ÁLVARO MEDINA

Allí se fue recuperando y durante su estadía aprovechó para aprender a cabalgar: “a medida que mejoraba empecé a insistir con que quería pasear a caballo, pero elegí para hacerlo a un animal malhumorado que no se dejaba montar. Me recomendaban que elija otro pero yo ya lo había elegido a él: de a poco me fui acercando, nos hicimos amigos y finalmente salíamos los dos al campo de correrías”.

Odil narra con claridad y energía. Quizás aquel momento sea una síntesis de su temperamento: pasó de la fiebre y la postración a recorrer  el campo montada en el lomo de un caballo rebelde, que solo se dejaba guiar por ella. “Nunca más me enfermé”, cuenta. “Y mirá ahora: 100 años”.

La anciana ha perdido un poco la audición y se recupera de una operación de cadera luego de una caída. Sin embargo, durante toda su vida disfrutó de una excelente salud, y sus malestares actuales derivan del desgaste natural del cuerpo debido al paso del tiempo.

La torta blanca decorada con merengue lleva tres velas de color rosa que forman el número cien. Frente a ella, Odil revela su deseo de cumpleaños: “que Dios se acuerde de mí”, dice con cierta solemnidad sin dejar de sonreír.

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