¡El pueblo quiere saber!

Nadie tiene nada que ocultar, pero todos lo esconden. La reflexión les cabe a los distintos poderes del Estado, que en la hermética administración tucumana siempre hicieron culto del oscurantismo en cuanto a las finanzas públicas, salvo los números globales de presupuestos y afines.

La era de los datos abiertos y de la democratización de la información está comenzando a acorralar de manera lenta, pero continua, a los líderes del Estado. ¡El pueblo quiere saber! Es una frase que se atribuye a la Revolución de Mayo, anónima, que marcó la intención de los pobladores de aquella época de conocer qué pasaba con los que imponían su bandera. Quedó como ícono de ese reclamo de transparencia que cada tanto los ciudadanos recuerdan y los gobernantes sufren.

En la era digital, de la big data, de la hiperconexión y del boom del conocimiento mismo, a un grupo cada vez mayor de personas le resulta insólito -lo es- que sus “empleados”, es decir, quienes administran la cosa pública, no muestren sus números. Esa ola de apertura de datos comenzó a romper en Tucumán. Sin Ley de Acceso a la Información Pública servible, sin datos claros y completos en las páginas oficiales de poderes y organismos estatales, y con normas que -por ejemplo- penalizan a quienes develan las declaraciones juradas en vez de obligar a que sean públicas, todo huele igual de mal que las peatonales y calles céntricas.

Al pedido del constitucionalista Luis Iriarte para conocer los números de la Legislatura se sumó ahora el de la gremialista Alejandra Martínez a la Corte Suprema de Justicia de la Nación. El efecto dominó de este tipo de “cuestionamientos” puede volverse más potente de la mano de la crisis económica: si me das menos, quiero saber por qué, sería el argumento.

Bajo la tutela de un mal habido derecho adquirido, funcionarios de cualquier poder estatal se escudan en la necesidad gastos “para hacer política”. O sea, sin dinero, no se puede trabajar para la comunidad o servirla, el fin que persiguen quienes optan por la grandeza de convertirse -o postularse- para un cargo político.

Las partidas de uso discrecional de fondos se multiplican como las moscas y revolotean en todos lados. En algún momento fue la famosa “06” de la Secretaría General de la Gobernación, en el Poder Ejecutivo, y la de los gastos sociales, en la Legislatura.

Hoy se disfrazan con otros números u otras prácticas, pero ningún ente estatal escapa a tener esa “caja chica”, más bien millonaria, para usar a discreción.

Gran parte de la “clase política” es cómplice, porque opositores y oficialistas conocen el sistema al dedillo. Y callan por acción u omisión. En la Legislatura, por ejemplo, todos esquivaron el frisbee que le lanzó Iriarte. Lo tenían ahí, a mano, a un saltito de agarrarlo y devolverlo con una buena curva, pero ninguno lo hizo. El constitucionalista les pidió que hagan pública su lista de asesores, pero claro, prefirieron dejar pasar el plato volador, con el miedo de que le termine pegando a otro en la nuca y se llevaban un reto. O a ellos mismos.

Los legisladores no pueden decir quiénes son sus empleados por motivos diversos. En sus nóminas hay desde prestigiosos profesionales que trabajan en serio en su asesoramiento y armado de proyectos hasta amigos que sólo pasan a cobrar. Lo más grave es que en el medio hay de todo: familiares de los propios parlamentarios, familiares de encumbrados funcionarios de otros poderes y hasta periodistas amigables con su gestión. También están los que, como describió Federico van Mameren en su “Enfoque”, son tan agradecidos con sus empleadores que pasan a dejarle gran parte de su ingreso como retribución a ese gesto. Otra vez, la intención de la ciudadanía de poder conocer a su antojo las finanzas o los gastos del Estado choca con las aguas turbias de la política. Y no es culpa de la SAT, sino de un statu quo indispuesto a perder privilegios o a filtrar lo oscuro para que la información corra clara. La bendita era digital lo permite, lo facilita y hasta lo abarata, pero sería muy caro para la elite política.

Una mentira no tendría ningún sentido a menos que sintiéramos la verdad como algo peligroso, dijo el seguidor de Sigmund Freud, Alfred Adler, para explicar ese ímpetu tan humano de ocultar la verdad. ¿Será que es riesgoso hacer público cómo el Estado gasta nuestro dinero?

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