El arte es el único amor que no traiciona

El arte es el único amor que no traiciona

Bohemio, generoso, conversador, Edmundo González del Real, uno de los maestros de la pintura de Tucumán, fue adoptado por los ecuatorianos.

Ecuador. Rumor de anaconda. Canto de guacamayo. Saltos de rana venenosa. Tucanes picotean la esperanza. Rebeldía de caimanes. Vocinglería de chorongos, capuchinos y chichicos. Danza de lianas. Alboroto de pecaríes. Coquetería de loras. Soledad de cuchucho. Pereza de tortuga. Hambruna de capibara. Rugido de tigrillo. Melodía de trompetero. Retumban en el insomnio. Pinceladas de ron se ejercitan en el caballete, evocando el desvelo de la selva.

En su almohada, caminan ahora las siestas tucumanas. Imagina la felicidad de Benigna Lobo y de Ángel ese miércoles 10 de agosto de 1910 cuando lo ven llegar enancado tal vez en un eco de la cola del Halley, que ha surcado el firmamento el 19 de mayo. La severidad del ingeniero cubano, constructor de puentes, no logra eclipsar la dulzura catamarqueña de su madre. La penitencia castiga las mínimas transgresiones. Estimula su rebeldía de 14 años. Las buenas notas escolares le obsequian una caja de pinturas. Inicia entonces una promesa de óleos, acrílicos y esculturas.

Entre el deseo paterno de ser arquitecto y los dulces maternos, la adolescencia deambula en la buena posición económica del hogar. 1927. La muerte se lleva con un síncope el alma de Ángel, tal vez a La Habana natal. Ingresa a la Academia de Bellas Artes; no le agrada la preceptiva. 1929, septiembre. La galería Valdez del Pino se abre a viejos maestros y les da la bienvenida a los imberbes que reniegan de la pintura italianizante y se proponen un encuentro con la realidad, un arte de raíces genuinas. “Junto a Demetrio y Juan Carlos Iramain, Lobo de la Vega, Nieto Palacios, Timoteo Navarro, iniciamos en la década del ‘30 un movimiento en la pintura en Tucumán. Éramos prácticamente autodidactas y nuestra formación provenía del impresionismo que llegaba a la Argentina tardíamente a través de Fernando Fader”, cuenta.

Buenos Aires no tarda en cobijarlo. En Radio El Mundo, se entrevera con jóvenes comunistas y se afilia al partido. “Alternaba con el grupo de Juan Carlos Castagnino, Berni; tomábamos clases de arte y dibujo libre en la Academia de Artistas Plásticos. Andábamos a la zaga de Spilimbergo y aprendíamos mucho. Pintábamos paisajes con la técnica que podíamos aprender del impresionismo; también estaba en auge el movimiento indigenista al que adhirieron Berni, el peruano Sabogal, Spilimbergo y Castagnino. Fue un viraje hacia adentro”, recuerda. 1931. Expone en la Galería Müller; obtiene un premio para estudiar en Europa. Una argucia de su madre lo regresa a Tucumán. Descubre que su enfermedad era puro cuento. Discípulo de Baco, la bohemia desvela al conversador. Los paisajes de Catamarca lo convocan y anidan en sus telas, también la zafra y los atardeceres del Aconquija.

Una zancadilla

1935. El primer premio del Salón de Pintura y Escultura de Tucumán es para él. 1943. Crea la Escuela de Pintura Infantil, que funciona al aire libre en el parque 9 de Julio, que tiene a la changuita Mercedes Sosa entre sus alumnas. 1945. Los encantos de Leonilda Seda, “Yuya”, lo llevan al altar y no tarda en modelarle cuatro hijos en el amor. Viaja con ellos a La Paz, luego a Lima, donde ya travesea murales. El afecto le hace una zancadilla en Quito. 1953. Viaja a Cuba. Intenta recuperar la casa de su padre; se abraza con sus parientes.

1955. La magia de Ecuador lo hechiza. Se quiebra el matrimonio. Los 20 años de años de Hilda Thomas Méndez envuelven sus deseos en su silueta. Inspira su serie Negritas. Intelectuales y artistas rodean su mesa; con el vino, la cerveza y la charla se regodean. Es uno de los mentores del grupo “La manga”. “Comencé a trabajar dentro del cubismo que había traído Pettoruti, en disidencia con el grupo de Berni y Spilimbergo que estaban en un realismo socialista. Incursioné en todos los movimientos nuevos. Abandoné totalmente el paisaje y me dediqué a la abstracción. Después al impresionismo. Investigaba nuevas formas de expresión”, dice.

1961. Sus manos construyen un catamarán, donde vive en año con Hilda en el estero Salado. Lima lo cobija un tiempo. Un aroma impresionista puebla 30 óleos de envergadura. Expone en Buenos Aires. Vive en la isla de Tigre. 1965. La serie Los mutantes llega a Tucumán, donde dos años después, pinta un mural para el Banco Nación y la Biblioteca Central de la UNT lo contrata para que haga cuatro en su sede, mientras que al Instituto Cinematográfico le solicita dos. Expone en el Museo Provincial de Bellas Artes. “En estos momentos de tanta fluidez se debe echar mano de todo lo realizado por distintas tendencias estéticas en función de una síntesis que involucre al artista mirando el pasado, el presente y el futuro. De ahí que mi actual orientación no esté indicando un camino ya encontrado, sino una etapa en la que la búsqueda se presenta como un factor indispensable”, le dice a Noticias, el vespertino tucumano. Las orillas del río Pilcomayo lo ven llegar: los matacos le enseñan los secretos de su alfarería y artesanía. Vive allí en una camioneta durante un año. Es para ellos un hermano de sangre.

Un barco bananero

Quito lo abraza nuevamente. 1971. En un barco bananero llega a Europa. Expone en el Instituto Hispánico de Santa Cruz de Tenerife. Sus cuadros despiertan interés en una galería de Austria. Hilda se inicia como modelo bien pagada; en un colegio politécnico, él vertebra un mural. En los bosques de Viena, sus sueños amanecen a diario en un bungaló. Los belgas de Gante aprecian su obra. 1975. Venecia ya los tiene de inquilinos. Colores cubistas bañan sus óleos. Va a la conquista de Roma. Un Ecuador impaciente lo espera.

Los tropezones hepáticos reinciden. La selva acorrala sus insomnios. “En Quito me invitaron a visitar una ex base norteamericana, a 470 kilómetros, adentro del río Napo, en plena Amazonia. Me impactó el silencio físico de la selva, toda su dinámica es fascinante: el animal que come al otro, los gritos de los monos, los cantos de los pájaros, los sonidos del jaguar. Yo estoy en función de esa dinámica animal, soy un poco la selva. Busco poner en la tela ese paisaje interior, trasmutar esa vivencia en la pintura. Proyecto trabajar sobre los animales y las flores, y me siento por primera vez pintando, diciendo”, reflexiona.

Tucumán, mayo, 1984: una visita con gusto a despedida. Los brazos de Quito lo buscan en el viento. Lo han adoptado hace tiempo. La serie abstracta de la selva despierta elogios a donde va. El enfisema lo tiene contra las cuerdas. El apego a la vida es más fuerte. Nada es para siempre. Caída, hemorragia, desmayo, lo sacuden ese julio del 89. No se ha vendido al mercado, ha sido auténtico en su búsqueda. El arte es el único amor que no traiciona. “Entro en la pintura americana de otra forma, sin el indigenismo, lo pintoresco, los paisajes del poncho y la guitarra. Busco una reorganización de las formas, construyo una liana, no la copio, con un ritmo que atesore toda esa riqueza, ese equilibrio que no es solamente físico, sino armónico”, murmura Edmundo González del Real ese martes 4 de septiembre de 1990, a las seis de la tarde, cuando sus pinceles ya arrullan la selva de la eternidad.

Punto de vista: el artista y el padre

María Inés González del Real

Hija del pintor

Para mí es muy fácil hablar del artista y muy difícil hablar del padre. Como artista logró hacer respirar la selva en un lienzo, rompió con la academia y pintó apasionadamente el movimiento, el color, el volumen y hasta el perfume de la naturaleza. Tenía obsesión por el mar, construyó dos barcos y no sabía nadar, pintó el mar de adentro para afuera. Su obra era fresca y fuerte, siempre más joven que sus años. Su propuesta no fue comprendida por los mediocres. Dialogó con los fantasmas; creía en los platillos voladores y amó profundamente a los seres humanos. Como padre, fue mi gran amigo.

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