Lajos Szalay: el rebelde grito de un maestro húngaro

Lajos Szalay: el rebelde grito de un maestro húngaro

Se cumplieron 110 años del nacimiento del artista admirado por Picasso que enseñó en Tucumán. Video.

Los nevados del Aconquija se bañan en sus pupilas. La fría mañana le despeina la memoria. Tarcos y lapachos lo saludan a través de la ventanilla en movimiento. El bamboleo le mece un recuerdo. Desciende. Un alboroto de palomas lo despabila en la plaza Independencia. Distraído, tropieza en las vías. Mientras camina hacia el Teatro Belgrano, en la calle San Martín al 200, se le arriman rumores de aquel París de 1948. “Vine a invitarlo a que se una al plantel de docentes por consejo del diseñador austríaco Eugenio Hirsch. Necesitamos maestros de su jerarquía. No tema, le va a gustar la gente, también la ciudad”, le dice Horacio Descole, rector de la Universidad Nacional de Tucumán.

Imágenes de las montañas de su Örmezö natal, que en ese entonces pertenecía al imperio austro-húngaro, se le amontonan ahora en las pulposas cejas: “allí nací el 26 de febrero de 1909, como el primogénito de tres hermanos. Mi padre Fernando, empleado ferroviario, fue el vástago n° 23 del zapatero Alejo; mi madre Karolina Sike, una de los cinco hijos de un granjero de Tarnabód. Me costó aprender a hablar; a los tres años apenas balbuceaba algo”.

Una premonición

1912. Un ingeniero se aloja en casa de su abuelo. Le permite sentarse junto a él en su mesa de trabajo. Le da papel y lápiz para que dibuje. “En esa época mi padre estaba internado en un sanatorio con problemas en sus pulmones. Yo lo extrañaba mucho. Un día dibujé un hombre parado junto a su bicicleta. El único hombre que andaba en bicicleta en Tarnabód era él. De esta manera quise comunicarle a mi familia que mi padre me hacía mucha falta. El hecho de que un niño de tres años, integrante de una familia de campesinos, inspirado por los dibujos de un ingeniero, haya producido espontáneamente un dibujo figurativo como mensaje, fue como una premonición de mi futuro”, recuerda.

Ha llegado temprano al teatro. Un eco de evocaciones crepita en el silencio. Sueña a menudo con el ambiente bucólico de Tarnabód que contrasta con Miskolc, donde hace la secundaria. En la casa paterna pueblan su mirada reproducciones en color de la Madonna, de Rafael, de Sándor Bihari y libros del novelista Mór Jókai, quien ejerce una gran influencia en él. 

EL MÚSICO. Uno de los dibujos de Lajos Szalay que integran la monografía que la Universidad Nacional de Tucumán le publicó en 1954. EL MÚSICO. Uno de los dibujos de Lajos Szalay que integran la monografía que la Universidad Nacional de Tucumán le publicó en 1954.

1926. Ingresa a la Escuela Superior de Artes de Budapest. Los primeros años son grises; en otoño de 1930 viaja a París y regresa vencido a la casita de sus viejos. Retoma la escuela y se gradúa con notas sobresalientes en 1937. Se casa dos años después con Julia Hering, compañera de la academia.

1945, Budapest está en ruinas. Iván Boldizsár le saca los pasajes para se vaya a París. Es dibujante en Les Lettres Françaises y habitué del Bar-Vert, uno de los nidos del existencialismo. Obtiene un importante premio de la Unesco, como el mejor artista de París, proveniente de un país detrás de la cortina de hierro. Guardará como un tesoro una carta de Pablo Picasso en la que este afirma: “Después de mí, es el mejor dibujante del mundo”.

- EL MÚSICO. Uno de los dibujos de Lajos Szalay que integran la monografía que la Universidad Nacional de Tucumán le publicó en 1954.-- - EL MÚSICO. Uno de los dibujos de Lajos Szalay que integran la monografía que la Universidad Nacional de Tucumán le publicó en 1954.--

Abrazo tucumano

El hambre circula en París. Ha pensado en la propuesta del rector tucumano. “Si no se van de inmediato a un lugar donde puedan comer con abundancia carne, leche y azúcar, van a morir”, le dice su médico. 1948. Buenos Aires le abre sus brazos y le edita el cuadernillo Impresiones de un inmigrante, que reúne 25 dibujos a pluma en los que da vida a la Plaza de Mayo, el Teatro Colón, la Plaza del Congreso, la iglesia del Pilar, La Boca, el Cabildo… En 1949, ya es jefe de la Sección Dibujo, en el Instituto Superior de Artes donde ejerce la docencia con Lino Spilimbergo, Lorenzo Domínguez, Pompeyo Audivert, Víctor Rebuffo, Eugenio Hirsch, Ramón Gómez Cornet y Medardo Pantoja, entre otros. “A pesar de mi total falta de talento para los idiomas, aprendí el español en el tiempo estipulado en el contrato, todavía no entiendo cómo”, piensa.

Dibuja. Mira la hora. No ha llegado aún ningún estudiante. Recuerda que a la noche, hay una juntada en la casa del escultor Juan Carlos Iramain, donde se abrazará entorno de un amable gulash con sus connacionales: el violista Francisco Heltai, el violinista Ladislao Szentgyörgy (ex niño prodigio), el pianista Ernest von Dohnanyi, que despliegan su talento en la naciente Sinfónica Universitaria, la pianista Hilda Deniflé, los carpinteros Lazko... “Llevo la visión húngara de Bartok en mi sangre, no en mis oídos”, murmura.

Ha expuesto ya sus obras en agosto de 1950 y al año siguiente ha ilustrado “Cánticos terrenales”, el poemario del monterizo Julio Ardiles Gray. En 1952, ha ilustrado la Primera Antología Poética de Tucumán, editada por la Comisión Provincial de Bellas Artes, cuyo primer gran premio lo han compartido Raúl Galán, Guillermo Orce Remis y Tomás Eloy Martínez; ha ilustrado también “Carne de tierra”, de Galán, mentor del grupo La Carpa. En 1954, la Universidad le publica una monografía con sus dibujos.

La línea mosca

Los saludos y disculpas por la tardanza de Aurelio Salas, Juan Bautista Gatti, Juan Lanosa, Carlos Alonso y Martínez Howard, algunos de sus mejores alumnos, le sacuden el ensimismamiento. Hosco, torturado, presa de una persistente neurosis de guerra, es un maestro difícil, que despierta la admiración en sus discípulos. “La línea clásica es un dedo que recorre los perfiles, la mía es la línea mosca que zumba alrededor de la forma”, dice. La tragedia húngara de 1956 es un mazazo a su corazón. Dibuja. Sabe que su melena se mudará en poco tiempo más a Buenos Aires, donde lo aguarda un nuevo contrato para enseñar.

1994, Miskolc (Hungría). Las nieblas del recuerdo siluetean la Pirámide de Mayo, a través de la ventanilla. El ruidoso vaivén lo lleva a fines de los ‘50. Ya no está cómodo en la Argentina: “para los comunistas soy fascista; para los fascistas, marxista; para los judíos; antisemita, para los antisemitas, lacayo de los judíos y hasta para los católicos, demasiado católico”. 1960. Su lápiz se afila ahora en Nueva York; desembarca con su esposa y su pequeña hija que ha nacido en la Argentina. “Las flores del Mal”, Los Hermanos Karamazov, El Nuevo Testamento, El Génesis, una serie de Adán y Eva, la vida de Cristo, resucitan en sus dibujos. La experiencia estadounidense no es muy fructífera. “Es una pena y una vergüenza que en América, siempre y en todas partes fueron los húngaros quienes ponían palos en la rueda. Traté de romper esta barrera, con libros. Mi contacto real siempre fueron los libros y no las exposiciones. No lo conseguí”, reflexiona. 1992, obtiene el Premio Kosuth, el más importante de Hungría. Miskolc, que descansa al pie de los montes Bükk, su última morada, lo hace ciudadano ilustre.

1995. Mirlos, herrerillos, jilgueros, arropan la ciudad con alegría ese sábado 1° de abril. El cansancio de 86 años se posa en los párpados. “El objeto de mi enseñanza era lograr que la imagen surgida de la retina pueda explicarse de tal manera que al terminar el dibujo, en cualquier momento, la realidad pueda ser reconstruida. Esta teoría no la inventé yo, a mí me enseñaron de ese modo. Me hubiera gustado transmitirla a mis estudiantes argentinos”, piensa, mientras el traqueteo del sueño se hamaca ahora en un violín de Bartok y se trepa otra vez al tranvía del tiempo que lo está conduciendo a la inmortalidad.

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