Y se fueron pensando si algo así podría funcionar en Quilmes

Y se fueron pensando si algo así podría funcionar en Quilmes

Comidas, tejidos, experiencias y culturas compartidas, el saldo del grupo tucumano que recorrió las comunidades en la provincia de Calca En Pisac, a 35 kilómetros de la ciudad de Cusco, una comunidad amaru hace gala de su cultura originaria, enlazada con una práctica de modelo turístico que les permite garantizarse la subsistencia. Los tucumanos aprendieron de la comunidad, de sus tejidos y su cultura culinaria.

DEMOSTRACIÓN. Las mujeres amaru tejen con el telar en su regazo y confeccionan ponchos, chalinas y correas, y pueden trabajar hasta cinco horas por día. la gaceta / fotos de roberto delgado DEMOSTRACIÓN. Las mujeres amaru tejen con el telar en su regazo y confeccionan ponchos, chalinas y correas, y pueden trabajar hasta cinco horas por día. la gaceta / fotos de roberto delgado
16 Junio 2018

Una flauta y una caja resuenan en el escarpado acceso a la comunidad amaru en la zona de Pisac, a 35 kilómetros de Cusco. Son apenas 15 metros de subida desde el camino y en el último escalón una lluvia de pétalos blancos sorprende a los tucumanos, miembros de la comunidad de Quilmes, que han llegado a visitar a este pueblo indígena andino que vive del cultivo de papa, de textiles y del turismo rural vivencial. Tras el recibimiento musical de cuatro mujeres y dos hombres vestidos con ponchos multicolores, se llega a las viviendas. Para la bienvenida hay collares hechos de flores nativas, abrazos y cálidos saludos en quechua, apoyados con alguna expresión en castellano.

Todo natural

Los tucumanos ya conocían de turismo rural. Algunos, como el guía de Quilmes Sergio Rodolfo González, habían hecho intercambio de experiencias de este tipo en la Argentina. Pero en esta gira por Perú que se inició el martes 6 en Lima, organizada por el Gobierno de Tucumán, es la primera vez que se llega a una comunidad peruana bien organizada para esta práctica turística, ubicada en un valle enorme con caminos serpenteantes en laderas llenas de terrazas de cultivos. Según cuenta el amaru Isaías Vilcastro Cruz, son 9.200 hectáreas de terreno en las que viven 5.200 personas, que se agruparon en cuatro comunidades. Trabajan con la papa nativa en lo que llaman el parque de la papa (tienen un banco de germoplasma para guardar semillas de 1.667 variedades de papa) y también cultivan hortalizas, plantas medicinales, quinoa, arveja, haba y maíz. “Todo natural. Lo que producimos no es para vender. Estamos trabajando para vender semillas limpias”, dice Isaías. Cada trabajador aporta un 10% al fondo comunal, que evalúa la tarea de cada uno.

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HIERBAS. Las mujeres de la comunidad nombran las medicinales y las textiles. 

Cuenta que todos se someten a la comunidad, regida por un presidente y siete personas, que se ocupan de que se cumplan los acuerdos. Al que se desvía, azotes con chicote o expulsión. Dice que se ocupan, por ejemplo, cuando hay maltrato a la mujer o problemas de alcohol. “Antes había más, ahora poco”, explica. Hay 12 personas de seguridad. “Si estás pegando, loqueando, te llevan”, asegura. Cuando hay problemas más grandes, como un homicidio, “lo llevamos a la comisaría de Pisac. Pero robo no hay aquí. Cuando una persona ha robado la hemos chicoteado y ya”. La directa y curiosa descripción desata comentarios risueños entre los visitantes: “son honestos. Estamos ‘cachaos’ allá en Tucumán”, dice Darío Mamaní. Esta Justicia indígena está aceptada por la ley peruana, que hace 50 años reconoció posesión y títulos a las comunidades, según explicó a los tucumanos el alcalde de Cusco, Carlos Moscoso Perea: “nuestra Constitución garantiza y reconoce el derecho consuetudinario, incluso aceptamos que tengan su propia administración judicial”.

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Todos emponchados

Tras el recibimiento del amaru Isaías (que hizo probar variedades de papa condimentadas con una salsa picante chischipa), ocho mujeres -Josefina, Constantina, Antusa, Victori, Maruja, Antonia, Basilia y Livia- se presentaron en semicírculo y pidieron conocer a los visitantes. Todos saludaron -el referente quilmeño Antonio Caro dio los buenos días en kakán- y entonces comenzó la visita. Vistieron con ponchos y gorros a los visitantes. “Les van a probar sus trajes para que se sientan parte de ellos -explica Pilar Montesinos, de la red de Turismo Rural- porque la visita consiste en ver cómo viven”. Las vestimentas están perfectas para los 7 grados que hace en ese lugar a 3.500 metros de altura, bendecido con una lluvia tenue y esporádica que permitirá después del mediodía la salida del sol y hasta un arco iris. Luego de un té con muña e hinojo y la advertencia de caminar con precaución y procurar no agitarse, comienza un largo recorrido hasta un lugar muy alto desde donde se ve maravillosamente el valle. En la caminata, Constantina va recogiendo distintas plantas para que después Josefina cuente cómo se hace el teñido de la lana, y va relatando en una mezcla de quechua y castellano: marku para el dolor de cabeza, chilca para el teñido. Esta es una planta hermana de la hoja de coca, cuenta Araceli, la guía del grupo turístico. Los visitantes llegan al mirador justo antes de perder el último aliento. Allí les reparten tres hojas de coca (qintu) para enterrar y mostrar gratitud a la tierra, que habrá de devolverla en buena siembra y lluvias. Constantina agradece y nombra a las montañas (apus) y pide a todos hacer lo mismo. El cacique quilmeño Pancho Chaile canta una copla: “¡De Quilmes yo soy / triste he venido / y alegre me voy!”. Y la culmina con un grito (sapukay). Todo se hace bajo la discreta lluvia, en medio de filmaciones y fotos constantes. Los celulares arden.

Ni cercas ni alambres

En el descenso se ve el predio. Hay cultivos hasta bien arriba de las laderas. En lo alto se ve humo y cuentan que se está preparando huatia, papa cocida en tierra.

Hay casas distribuidas a lo largo de un camino que viborea. Son viviendas para visitantes, hechas por lugareños y arquitectos de una ONG que ayuda a promover el turismo rural.

ALMUERZO. El menú fue papa untada con salsa huacatai y sopa de quinoa.

Los tucumanos toman nota hasta de las piletas de lavar de cemento alisado. “Las de allá son caras y se rompen”, comenta David Vargas. Los animales, según dijo Isaías, andan sueltos en lo alto. Pero por ahí se ve dos vacas atadas. “Una de las cosas lindas es que no hay cercas ni alambres -dice Chaile-. Allá, en cambio, cada vez hay más cercas, y hasta con vidrios”.-

El almuerzo es otra experiencia. Otro té, papa untada con salsa picante de huacatai (Antonio Caro dice que en el valle tucumano se conoce como sulko) y una sopa de quinoa. Después de la caminata bajo la llovizna, sabe a gloria. Luego, trucha con puré de calabaza. La guía explica que cerca hay piscigranjas donde se consiguen las truchas.

Simple y completa

Termina el almuerzo, termina la lluvia. Afuera Josefina ha preparado un mesón con plantas y ollas para explicar el teñido. Cuenta que se usa colca, chilka, tajanka, eucalipto, tarwi y hollín. También cochinilla macerada con limón, sal, colfas y orín de bebé. “¿Y cómo lo hacen orinar al bebé?”, pregunta David. “Lo estrujás al pañal”, contesta José Díaz, entre risas. El proceso incluye experiencias de los visitantes para hilar la lana en la pushka (rueca).

“Cuando rompen el hilo le golpean con la pushka en la palma de la mano para que aprenda”, dice Pilar. Pablo Costilla acerca, silencioso, la palma de su mano derecha.

Luego viene la muestra de telares. Las mujeres se ponen el telar en el regazo y enseñan cómo arman correas, chalinas, ponchos. Trabajan cinco horas por día, bajo el sol o la lluvia. No más tiempo, porque les afecta la vista, explica Josefina. Y al final, los visitantes tienen un muestrario de artículos textiles para comprar. Y las mochilas volverán cargadas a Tucumán.

La experiencia de turismo rural es pequeña, sencilla y completa: 10 mujeres se distribuyen sus tareas cotidianas (Josefina es la que informa; otras hacen los tejidos y otras cocinan). “Muestran lo que saben hacer en su vida cotidiana. Se ve que hay una buena organización dentro de la comunidad”, dice David Vargas.

Tras los abrazos de despedida, los viajeros se van pensando: ¿funcionaría algo así en Quilmes? El sonido de la flauta del amaru Cristóbal se diluye en el valle.

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