El día en que conocimos a “El Transportador”

El día en que conocimos a “El Transportador”

“¿Eso es un casino?”. Piotr mira de costado, sonríe y explica: “no hay casinos en Rusia. Están prohibidos”. “Bueno, sí hay. Pero en Sochi”, apunta Ludmila. “Es verdad”, acepta Piotr. ¿Dónde estamos? En la interminable autopista que conecta el aeropuerto Domodedovo con Moscú. Piotr va al volante de un BMW automático, tapizado color crema. Utiliza un inglés de combate. El de Ludmila –guía, contacto, traductora- es más fluido. Afuera la lluvia cae a baldazos y una alerta aconseja a la población mantenerse alejada de estructuras y árboles que puedan venirse abajo por alguna ráfaga de viento.

Piotr luce saco y jeans achupinados. Sin exageraciones: parece un chofer de “El Transportador”, listo para rivalizar con Jason Statham a puro volantazo. Hay un poderoso atasco en el tráfico, porque es feriado en Rusia (el Día de la Independencia) y da la casualidad de que todos están vovlendo a casa al mismo tiempo. ¿Quién dice que sólo pasa en Tucumán? Pero Piotr, canchero, sabe cuándo tirarse a la derecha y acelerar por un carril demarcado con una línea amarilla. ¿Se puede andar por ahí? La pregunta suena inocente y Piotr la responde con una risa casi condescendiente. Hecha la ley, hecha la trampa, en cualquier rincón del mundo.

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Sochi, la de los casinos, es una localidad paradisíaca a orillas del mar Negro. Allí está concentrado Brasil por estas horas. Las playas de Sochi son tan famosas como la afición de Vladimir Putin por aprovecharlas. “¿Putin? Es un presidente fuerte”, apunta Ludmila, y no está dispuesta a decir mucho más. Piotr se ríe y la mira por el espejo retrovisor. Se nota, desde el primer momento, que no es cómodo hablar de Putin fronteras adentro de Rusia. Y mucho menos con recién conocidos.

En pleno viaje hace falta cambiar euros por rublos. Hacerlo en el aeropuerto no es recomendable. “Nunca, nunca”, enfatiza Ludmila Sí, aprovechadores hay en todos lados, por más institucionalizados que parezcan. “Tranquilos”, dice Piotr, y después de maniobrar por un par de avenidas estaciona cerca de un localcito semiescondido. Hay que entrar a un zaguán y tocar un timbre. Se abre la puerta y detrás de un blindex una señora hace señas. “Acérquense”. Los 100 euros se convierten en más de 7.000 rublos. Cash y sin comprobante. “¿Hay ticket?”. Negativo. Piotr hace señas: hay que salir.

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La primera impresión de Moscú es impactante. Piotr da un par de vueltas por los sectores emblemáticos. Ludmila va enumerando los edificios. Piotr, ya en confianza, señala a la izquierda: “¡esa era la KGB!” Es una mole rectangular e intimidatoria, a escasos metros de maravillas como la Biblioteca Nacional, el Kremlin y el teatro Bolshoi.

Llegamos a destino. El viaje se prolongó por culpa del tráfico, pero resultó placentero. La FM parecía un retazo de Tucumán en el corazón de Rusia. Suena “I love to hate you”, himno ochentoso de Erasure, y Piotr eleva un poquito el volumen. Y después, ¡hasta Juanes! En fin, teniendo en cuenta que Natalia Oreiro es ídola en Rusia, todo es posible. Piotr se despide y ofrece sus servicios para toda clase de misiones futuras. Se acomoda a los bolsillos, por supuesto. Y se marcha acelerando la máquina, justo cuando en la radio ponen un tema de Abba.

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