No thirteen
29 Abril 2018

Por Santiago Garmendia - Para LA GACETA - Nueva York

La isla de Nueva York es el poder erguido sobre la roca dura, el esquisto. En la antigua Pangea, montañas más altas que el Himalaya compactaban la piedra con paciencia para crear los cimientos de las construcciones más altas e imponentes del mundo occidental, el Estado Imperial. Más violentas pero no menos sistemáticas por no ser geológicas, las bases sociales sobre las que se asienta contienen napas de crímenes, osadía y pragmatismo.

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La experiencia del, digamos, tucumano que viaja es que todo funciona, que los detalles están racionalmente considerados y los problemas solucionados con eficacia. La muestra más contundente es quizás el sobrecito de mayonesa que cede a la más leve separación, nada de dientes ni de derrames vergonzantes.

Estos tipos de mecanismos racionales contrastan con un aspecto inexplicablemente primitivo. El detalle de que el 90% de los edificios no tienen ningún piso trece para evitar la mala suerte. No tengo idea de las razones universales contra el número trece, parece ser que sólo tiene la culpa de no ser tan lindo como el doce. Una observación obvia es que lo discriminan nominalmente, no cardinalmente por así decirlo. Le tienen miedo al nombre “trece”, ya que cualquier edificio de trece pisos o más, tiene un piso llamado catorce, que es ¡el treceavo! En fin.

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Siempre he pensado que los supersticiosos de este tipo son en verdad optimistas. Confinan a un día o a un lugar la carga de las tragedias, tratando de liberar al resto. Hay una creencia en una regularidad cósmica que permite cierta descarga. Sería como que la verdadera superstición es a favor de lo “no trece”. Tal cual el libro de Lewis Carroll, el extraño país que visita Alicia donde festejan el no-cumpleaños.

Al recuerdo lo tengo fresco. En el ascensor de mi hotel de la séptima avenida, solía divertirme comentando a mis circunstanciales compañeros de viaje “no hay trece”. Sorprendí a un par de portugueses y a dos alemanes. Los que ya estaban en tema se sonreían. Pero fue un hombre pálido y corpulento el que me dio la mejor respuesta: “Es una estupidez. Ahora no sabemos si la mala suerte está en el doce o en el catorce”.

© LA GACETA

Santiago Garmendia - Profesor de Filosofía de la UNT.

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