El alumno de Bergoglio y Borges

El alumno de Bergoglio y Borges

Esta es la historia de tres Jorges. El primero, Jorge Milia, en 1965 era alumno de quinto año del colegio jesuita. La Inmaculada Concepción, la más antigua institución escolar de la Argentina. Ya desde cuarto año, Milia y sus compañeros de curso tenían como profesor de Literatura a Jorge Bergoglio, en ese entonces un joven religioso de 27 años que todavía no se había ordenado sacerdote

25 Marzo 2018

El primer año estuvo dedicado a las letras españolas. De Gonzalo de Berceo, Quevedo y Fernando de Rojas a García Lorca y Antonio Machado. Luego le llegaría el turno a los autores argentinos. Pero el profesor “Carucha”-ese era el apodo con que lo designaban en los comienzos sus alumnos por su semblante juvenil- atraería la atención de los estudiantes invitando a las clases a los escritores cuyas obras leían. Así los chicos pudieron escuchar y debatir con María Esther Vázquez o María Esther de Miguel.

Un día Bergoglio apareció con Borges. El autor de El Aleph todavía no estaba completamente ciego. Distinguía, entre otras cosas, los números de su reloj de bolsillo pero solo acercándolo a escasos centímetros de su ojo derecho. “Señor Borges, lo suyo es casi un reloj de contacto”, le dijo un irreverente Milia desatando el nerviosismo de Bergoglio y las risas parcialmente contenidas de sus compañeros. “¡Qué interesante! ¡Una tortura sublime! -le contestó Borges-; piénselo así: un hombre al que le ponen un reloj adentro del ojo. Un reloj que ve aún cuando cierra el párpado y así, en la vigilia como en el sueño, el hombre sigue viendo pasar una tras otra las horas de su vida. Consciente de aquel adagio latino de ‘una est ultima’. Piense en la desesperación, en esa marca de tiempo que se va y no se puede quitar. ¡Tiene que escribir ese cuento!”.

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El contacto con Borges dejó, naturalmente, estimulados a los chicos de La Inmaculada. Bergoglio, al igual que Borges, los impulsó a escribir. Y lo hicieron. Ocho de ellos redactaron una serie de textos que terminaron reunidos por Bergoglio en el borrador de un posible libro. El borrador terminó en manos de Borges, quien pidió que lo dejaran encargarse de la introducción. “Este prólogo no solamente lo es de este libro sino de cada una de las aún indefinidas series posibles de obras que los jóvenes aquí congregados pueden, en el porvenir, redactar. Es verosímil que alguno de los ocho escritores que aquí se inician llegue a la fama, y entonces los bibliófilos buscarán este breve volumen en busca de tal o cual firma que no me atrevo a profetizar”, escribió.

Mientras escribía esas líneas, Borges ya era un candidato al Nobel, aunque pocos conocían qué se debatía en el interior de la Academia Sueca. Hoy sabemos, a partir de los archivos recientemente desclasificados de la institución, que el presidente del Comité del premio lo dejaría fuera del galardón en esos años por ser “demasiado exclusivo o artificial”. Medio siglo más tarde, la fama potencial a la que aludía Borges en su prólogo se posaría, de manera mayúscula, sobre los hombros del mentor de los ocho jóvenes autores.

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Los chicos que escuchaban a Borges y Bergoglio quedaron marcados para siempre. Uno de ellos, Rogelio Pfirter, terminó cerca de uno de sus maestros. Es hoy el embajador argentino en el Vaticano. Jorge Milia, cerca de ambos. Vive entre Roma, Menorca y la Argentina, dedicado a la escritura, pero visita cada tanto al Papa y tiene una columna en el L’Osservatore romano llamada “El lenguaje de Bergoglio”.

© LA GACETA

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