La otra plaza Urquiza
20 Diciembre 2017

Por Gladys Coviello

Profesora en Letras  UBA - Investigadora por la Universidad Central de Barcelona - Escritora

Es una mañana espléndida de sol de otoño. Camino por la calle Muñecas donde todo me resulta desconocido después de varias décadas de ausencia. Me place observar los enormes edificios de departamentos cuyas entradas se ennoblecen con canteros de plantas bien dispuestas. A la simetría de los naranjos repletos de frutos la corta un liquidámbar esbelto que ha adornado la vereda con sus hojas caídas de varios colores: amarillos, anaranjados y violáceos. Recojo hojas para adornar mi mesa. Estrujo algunas y aspiro el agradable olor de su resina. Estos árboles que dan esplendor al otoño son originarios de México y América del Norte.

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Llego a la esquina de Santa Fe y al frente, ya en la plaza Urquiza, un enorme ejemplar de ibirá pitá, que aún mantiene sus panojas con flores amarillas, se mantiene a través de los años. Esos árboles eran venerados por los guaraníes; se comunicaban con ellos para obtener más sabiduría a través de sus emanaciones. Son los representantes indígenas más grandes de nuestra flora y habitan dispersos en áreas subtropicales del Noreste argentino.

La plaza está diferente. La desconozco. Mis años de infancia recuerdan una gran mole de piedra con agujeros de los que podían salír diablos y monstruos que bailaban en un lago sucio. Me aterrorizaba el lugar al que no nos permitían ir solos.

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Por medio de una foto de 1904 compruebo la distorsión visual de mis pocos años. Era una gruta con surtidores de agua para alimentar un laguito de poca profundidad que circundaba la plaza. Fue proyectada en 1872 y su construcción se finalizó en 1897. Ese lugar antes tétrico ahora permite caminar por senderos nuevos, sombreados por enormes árboles que permanecen altivos.

La plaza fue remodelada en 1978 respetando la vegetación existente, pero compruebo la presencia de muchos ejemplares foráneos. Continúa majestuoso el teatro San Martín, mientras el edificio del Colegio Nacional creado en 1903 reclama el mantenimiento con sus paredes despintadas. Es Borges desde la escultura quien pide el cuidado de tan importante institución. Está sentado, su mano sostiene el bastón y su mirada perdida controla la entrada y salida de los alumnos. Herman Langlouis fue el escultor que lo materializó y en 1990, con la presencia de María Kodama, se inauguró. Adelante del escritor, un vendedor sostiene su bicicleta que porta un enorme letrero: achilata. Es la única señal vigente de mi infancia, de la que recuerdo aquellos helados de agua.

Son las 12.30. Un grupo de estudiantes, que acaba de salir del Colegio Nacional, está apoyado en el cantero circular de cemento que rodea al enorme árbol. Alegres, sin agresividad de ademanes ni palabras, responden a mis preguntas. Son seis varones dispuestos a dialogar. Dos compañeras se apartan, no quieren acercarse a la intrusa que les ha quitado el protagonismo. Pregunto por el árbol. Alguien responde con sorna: es un cannabis, pero queda destruido por mi respuesta que da pie a la conversación y con amables juegos de palabras, me hacen preguntas referidas a la droga. Cannabis, coca y ergolina comentan, y como desconozco a esa última, me muestran fotos desde un celular. Todo es respeto y jarana mientras uno fuma un cigarrillo de “bolita de naranja”. Regresan al tema de la marihuana y su prohibición porque desean mi opinión.

Insisto en el nombre del árbol rodeado por el enorme cantero de cemento. Uno de ellos se trepa al interior, corta una hoja y afirma que es un gomero.

Les comento que este vegetal originario de Centroamérica asombró a los conquistadores cuando presenciaron el juego azteca y se deslumbraron ante esas extrañas pelotas elásticas, cuyos saltos creían que era producto de magia porque la sustancia kau-atschu les era desconocida.

En cercanía con la calle, varios ejemplares de grevillea robusta, esos deslumbrantes árboles de fuego o robles sedosos llegados desde Australia, florecerán en primavera. Sus flores anaranjadas semejan cepillos con púas y se ubican sobre las ramas sin tallos.

Me acerco a la estatua de Urquiza. La base está llena de nombres y corazones atravesados por flechas, pero me alegra comprobar que no hay leyendas obscenas, sólo han grabado los testimonios de amores. El busto del general fue realizado por Juan Carlos Iramain en 1933. Posteriormente lo reemplazó la estatua hecha por el escultor Juan Carlos Briones.

Una joven pasea su bulldog francés. Se detiene, ella espera que deje su deposición y continúa su paseo. Otro muchacho suelta a un pastor ovejero y un dálmata, que se lanzan gozosos a correr por las sendas sin esquivar canteros y se detienen para usar el espacio como baño. Ninguno lleva bolsita y pala para limpiar lo que ensuciaron y allí quedan los obsequios. Verlos, fue recordar los aparatos de las calles de Berlín que filmaban esas escenas y luego la multa corregía para siempre el descuido del dueño.

Otro detalle ausente en mis recuerdos: una isla con la pasarela que permite ir al centro, donde están árboles, palmeras y yucas bien dispuestas. La cuneta que rodea está sin agua y despintada. Bancos redondos o alargados y acogedores permiten contemplar la isla.

El invierno templado desorientó al árbol de las orquídeas o bahuinia purpúrea que tiene algunas flores abiertas y muchos pimpollos deseosos de ver sol. La flor de cinco pétalos alterna los colores morados y lilas, donde el central se distingue por sus líneas bordeadas de blanco y varios estambres. Desde la India han llegado estos parientes de nuestras patas de cabras con sus flores blancas y están ubicados próximos a una mata frondosa de achiras descuidadas que claman la presencia de jardineros. Contemplo las palmeras pindó y descubro una caranday. Hay algunos palos borrachos, dracenas y monsteras. Una enorme planta de clavel del aire florece entre las ramas de un ibira pitá junto a las résped de hojas similares a las orquídeas.

Me acerco a la calesita con delicados caballitos y dos diferentes escapados de la creación de Molina Campos. Otros personajes famosos como Dino, un Pato Donald enorme o ciervos tienen diferentes tamaños que quitan armonía al conjunto.

Me entero de que esta es la segunda plaza en importancia de la ciudad de Tucumán, a la que no sólo concurren niños, sino que también reúne a grupos simpatizantes de los tangos y además es punto de partida para las manifestaciones de reclamos que se dirigirán hacia la Casa de Gobierno.

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