La interpelación social de la pobreza

La interpelación social de la pobreza

La pobreza nos interpela como sociedad. Son pobres uno de cada tres comprovincianos y compatriotas, según el informe del Observatorio de la Deuda Social de la UCA. O más bien, sigue siendo pobre, como en la década pasada (y como en la anterior, y la anterior) uno de cada tres de nosotros. La mitad de esos casi 14 millones de pobres son niños.

La pobreza nos interpela, pero no para coparticipar la culpa del Poder. Como se abordó en el Panorama Tucumano publicado el miércoles, el papel de los gobiernos pasados y actuales es palmario. El kirchnerismo y el alperovichismo administraron una de las mayores bonanzas que recuerde Occidente. Luego de lo cual siguió en la pobreza más del 30% de los argentinos y de los tucumanos. Ahora es igual, luego de dos años de macrismo y de manzurismo. Y Macri intenta anotar en el libro de las aberraciones estatales en democracia el ajuste a los jubilados. Fracasó violentamente la sesión de ayer y, para la semana próxima, ofrecerán un poco más de plata a los abuelos. Manzur gestiona que los diputados que le responden a él antes que los tucumanos (incluyendo a los que son ancianos y pobres) voten con el macrismo.

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Entonces, no hay gestión pública orientada a reducir la pobreza. Es casi todo lo contrario.

La pobreza nos interpela como sociedad respecto de lo que hacemos como sociedad con la pobreza. Y pocas cosas son tan reveladoras al respecto como lo que la sociedad ha hecho con la riqueza.

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La riqueza ha mutado y se ha mudado. Se divorció de su pareja histórica: la ostentación. Porque en la Argentina de finales del siglo XIX y de principios del siglo XX (la Argentina que consolida su Estado ya organizado) la riqueza siempre fue ostensible. El Gobierno hacía ostentación de su riqueza, con grandes obras públicas y suntuosos edificios estatales.

Los “pudientes” también la hacían ostensible. Lo prueban la Recoleta porteña, y a modesta escala, las tucumanas avenidas Mate de Luna y Aconquija.

Había cierta pedagogía de la riqueza. Unos dirán que alimentaba el ideario de nación en la que se podía prosperar y donde hasta los inmigrantes pobres podían amasar fortuna con trabajo. Otros sostendrán que esta ostentación era el acicate de “m’hijo el dotor”. Y estarán los que adviertan que la riqueza actuaba como amansadora colectiva que prometía que los sumisos podían participar, algún día, de la riqueza de los dueños del sistema al que había que someterse.

Ahora, en cambio, la riqueza se tapa. Se esconde detrás de tapias. Es agrupada en countries. O encumbrada en ciertos edificios. Está alejada de la vista de todos. Como si se asumiese que tiene algo de inconveniente. De inconfesable. De culposa.

Dos matices operan en el caso argentino. Uno es histórico. Los golpes de estado tornaron lo público (a cargo del Estado tomado por asalto) como enemigo de las personas. El paroxismo se alcanzó en la última dictadura. Las clases medias se recluyeron puertas adentro de sus propiedades. La vía pública quedó para los que estaban privados de los bienes privados.

El segundo matiz, que morigera el anterior, es sistémico. Argentina no es el único país donde se da este fenómeno. Entonces, no todo puede explicarse por la dictadura. Y mucho sí puede desanudarse por el capitalismo. Por su individualismo a ultranza.

Eso sí, la matriz es la misma: la prosperidad material llevada a un lugar distinto (¿puede la riqueza ser también un no-lugar?), detrás de muros, dentro de torres, irresponsabiliza de la pobreza del exterior.

Allí, la interpelación de la pobreza exhibe nuestro primer fracaso como sociedad: ya no tenemos bienes que nos asocien a todos, sin importar nuestra condición socioeconómica. Y eso de ninguna manera fue “siempre asì”. Hace tres décadas, apenas, no era así. El atentado terrorista de octubre pasado, en Manhattan, lo probó descarnadamente: murieron cinco santafesinos que habían viajado a Nueva York para celebrar el 30 aniversario de su promoción del público Instituto Politécnico de Rosario. En el grupo había empresarios que les pagaron el viaje a ex condiscípulos que no tenían dinero para costearlo.

Para esta época del año, en Tucumán, mucho de ello se ve en las reuniones de egresados de escuelas estatales tucumanas, que festejan bodas de plata y bodas de oro, y donde están acodados industriales y amas de casa, jueces y almaceneros, profesionales y empleados de comercio. En las aulas se tejían lazos que trascendían los patios.

Después, la educación pública fue precarizada, igual que la salud y la seguridad. El que las quiera de calidad, que las pague. El resultado es hoy ya ni siquiera vivimos todos juntos. Para que uno de cada tres argentinos y tucumanos sea pobre, necesariamente, hay que tener una sociedad empobrecida.

Claro que también se alegará que quienes han buscado blindar la riqueza en edificios y en clubes de campo lo han hecho, primeramente, por para protegerse del delito. Eso lleva a la segunda interpelación de la pobreza hacia la sociedad: la ceguera social.

La inseguridad no está vinculada a la pobreza, sino a la desigualdad. Por si no alcanza con el hecho de que los pobres son las primeras víctimas de la inseguridad, el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, y un centenar de trabajos académicos, no se cansan de pregonarlo y de comprobarlo. Donde hay mayor brecha de ingresos y por ende de desarrollo social, es donde más recrudece el delito violento. La inequidad, en materia estadística, se mide con el coeficiente de Gini, que va de cero (la equidad más pura) a uno (la desigualdad más absoluta). En nuestra región eso se comprueba también con cifras.

Tomando los datos del Banco Mundial (para emplear una misma fuente) a 2015, se observa que Argentina, Uruguay y Chile tienen tasas de PBI per capita similares (entre U$S 12.500 y U$S 15.000), índices de inequidad parecidos (de 0,42 a 0,47) y tasas de homicidios intencionales también congruentes (entre cuatro y siete asesinados cada 100.000 habitantes).

En la misma Sudamérica, Brasil tiene con un PBI per capita de U$S 8.700, que duplica al de Paraguay (U$S 4.100) y triplica al de Bolivia (U$S 3.100). Sin embargo, Brasil triplica en el índice de asesinatos cada 100.000 habitantes (27 por año) a Paraguay (nueve por año) y duplica a Bolivia (12 por año). ¿Cómo se explica? Por el coeficiente de Gini. Mientras que el de Bolivia es 0,46 y el de Paraguay es 0,48; el de Brasil es de 0,51. Según técnicos del PNUD, por cada dígito que el coeficiente de Gini se despega de cero, hay un delito imperante, cada vez más violento.

En los países industriales se pueden obtener lecturas congruentes con la inseguridad asociada a la inequidad y no con la pobreza. Japón tiene un PBI per capita de U$S 39.000, un índice de Gini de 0,3 y una tasa de homicidios cada 100.000 habitantes que no llega a un número entero: es 0,3. En Alemania se da otro tanto: con un PBI per capita de U$S 42.000, su tasa de asesinatos cada 100.000 personas es de 0,8 y su coeficiente de Gini es de 0,3.

En Estados Unidos, largamente más ricos (el PBI per capita es de U$S 57.500), la tasa de asesinatos es de 5 cada 100.000 personas (similar a la Argentina) porque su índice de inequidad es mayor a la de Japón y Alemania: 0,41 (casi como el de Argentina, de 0,42).

Lo peligroso no es vivir en sociedades pobres, sino en las que presentan amplia desigualdad.

En Argentina, la Encuesta Permanente de Hogares de finales de 2016 determinó que el 10% de la población más pobre del país recibe el 1,4% del total de los ingresos del país. El 10% de la población más rica, en cambio, reúne el 31,3%. Es decir, el sector más beneficiado acumula 23 veces más que el sector más carente. En 1974 sólo reunía ocho veces más.

Por cierto, y para que no parezca una acusación contra los ricos, en el 10% más pudiente entran todos los que ganan $ 35.000 por mes. Ese es el ingreso promedio de ese sector. El 10% de los más pobres, en cambio, consigue poco menos de $ 1.400 al mes.

Quienes miran a otro lado cuando están frente a la pobreza no son sólo algunos ricos. Son legión.

Luego, se puede seguir viviendo sin que los pobres no importen (ya la sociedad lleva varias décadas así, y los gobiernos que elige también). Lo que no puede hacerse es pretender que, manteniendo ese modelo de sociedad, las cosas van a mejorar. Y eso es coherente no sólo desde la razón de las estadísticas, sino también desde la lógica de los valores. Han pasado dos siglos desde la fundante Declaración de la Independencia y en estas tierras (las de las personas cada vez más encerradas) no somos más libres. Tampoco más justos. Y porque no somos más justos, probablemente, tampoco seamos dignos de ser más libres.

La pobreza, precisamente, nos interpela como sociedad, luego de 200 años de rotas cadenas, también con respecto a lo que hemos hecho respecto de la igualdad. La igualdad, define el constitucionalista Roberto Gargarella, “conlleva una preocupación por asegurar que la vida de cada individuo depende de las elecciones que cada individuo realiza y no de las meras circunstancias en las que le tocó nacer”.

Los gobernantes son responsables de que ese principio fundante del Estado de Derecho sea realidad. Los ciudadanos, mucho más todavía.

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