El tobogán del olvido
Miro alrededor,

heridas que vienen, sospechas que van

y aquí estoy

pensando en el alma que piensa

y por pensar no es alma,

desarma y sangra.

1

Hay heridas que no están dispuestas a cicatrizar, por más que intente suturarlas el tiempo. Es tanto el pus que no hay desinfectante social capaz de regenerar esos tejidos irremediablemente necrosados. Cromañon es una llaga monstruosa, una mancha voraz que fagocitó el espíritu de una generación, sacudió pautas culturales y conmovió el statu quo de la corporación política argentina. Cromañón es el dolor de la muerte, de 193 muertes, de familias destrozadas, de cientos -miles- de chicos que deambulan por el sistema de salud del conurbano bonaerense con los pulmones a la miseria. Cromañón es dolor, es injusticia o justicia a medias. Fue circo y amenaza con ser olvido. Porque así somos. Pasaron seis años.

2

Walter Bulacio fue torturado en la Seccional 35 de la Policía Federal. Lo habían levantado en la puerta de Obras, antes de un show de los Redondos. Lo molieron a palos y murió cinco días más tarde en la cama de un hospital. Las heridas fueron del oficial: desde el 26 de abril de 1991 la familia de Walter lucha contra las chicanas que interpone la defensa del comisario Miguel Angel Espósito. A él apuntan todos y cada uno de los testimonios de quienes compartieron el derrotero de Walter aquella noche tenebrosa. El caso Bulacio es un paradigma de los crímenes impunes que enlodan el sistema judicial argentino. La vida de Walter vale tanto como las 193 de quienes ardieron en la trampa mortal de Cromañón. Walter Bulacio fue el antes, fue uno de los (infinitos) llamados de atención. Nadie lo atendió ni lo entendió. Después fue tarde, porque todos estábamos perdidos en la oscuridad.

3

Cuando el fuego había consumido el boliche y los cadáveres se alineaban en el asfalto podía olerse la caza de brujas en el aire. Lo difícil de adivinar eran los niveles de hipocresía que estaban listos para derramarse. En ese sentido, Cromañón fue una vergüenza. "Todos me han denigrado. Siento un odio terrible hacia la sociedad. Nadie pensó en mi dolor, todos pensaban que yo era un monstruo", declaró alguna vez Omar Chabán. Lo que no podía entender -y habría que escuchar qué piensa hoy al respecto- era dónde estaban las cientos de bandas que él había cobijado y guiado de la mano hacia el éxito. En el Café Einstein, en Cemento, en Cromañón. De Chabán se alejaron como si se tratara de un leproso. Hubo honrosas excepciones (Ricardo Mollo) en ese océano de cobardía. Los códigos -inexistentes códigos cuando hay que ponerles el cuerpo- se evaporaron y la desnudez del rey fue cruel.

4

Cromañón fue el certificado de defunción de un proyecto -el ibarrismo-. La progresía se cocinó en la olla a presión de la corruptela endémica que nunca supo ni pudo erradicar (¿lo intentó?). Esa madeja de coimas, permisos truchos y funcionarios venales decantó en un juicio que se llevó puestos los sueños de Aníbal Ibarra, aquel fiscal tan promisorio que había elegido la arena política para cambiar la realidad. La realidad lo pasó por encima, como esas olas traicioneras que nos mandan a la playa tragando litros de agua bien salada. Exhaustos. Pero la ofensiva no tocó el carozo, apenas raspó los pedazos de cáscara machucada. La corrupción sigue ahí, tan campante.

5

De repente, el rock barrial, o chabón, o chapita, o como se llame, fue estigmatizado en una jugada que de tan maniquea provocó confusión. De pronto, desde La Renga hasta Jóvenes Pordioseros; desde La 25 a Los Piojos, las banderas y los cantitos fueron sinónimo de sospecha. Se descubrió, así nomás, que los fans -los pibes- habían mutado en barrabravas. Ergo, eran una lacra. Ya no había rolingas ni punks, apenas una masa cuestionada y cuestionable por el mero hecho de haber nacido en -pongamos- Lugano. O Florencio Varela. O Villa Celina, como Patricio Santos Fontanet y sus socios. El rock se cerró sobre sí mismo con un afán expulsivo y exclusivo. Contrariando su esencia abarcadora y contracultural, se renegó del pogo y de la efervescencia. Pero no como producto de un debate -que vale la pena dar por su riqueza conceptual- sino por el afán diferenciador.

6

Callejeros murió con las 193 víctimas -entre las que sobraban los familiares y amigos de la banda-. Todo lo que vino después fue el movimiento de una bestia zombie. Sin vida. Aquella frustrada presentación en Tucumán, para espanto del alperovichismo. Aquel rarísimo show en Córdoba. Y los que vinieron después. El paso al costado de Maxi Djerfy, el primero que sostuvo públicamente un discurso distinto al del resto. El resquebrajamiento. Y como diabólico fin de fiesta, la muerte de Wanda Taddei, a la que algunos afiebrados imaginaron quemada por el baterista Eduardo Vázquez como una cíclica repetición del horror. Todo se dijo, todo se escribió, todo se comentó sobre Cromañón y sobre el universo Callejeros.

7

Hubo un juicio, condenas y absoluciones. Familiares de las víctimas divididos por maneras de pensar, de sentir, de sobrellevar el dolor, de sopesar las responsabilidades. También ambiciones y revanchismos. Hay sentimientos con los que no se juega, límites sobre los que no conviene avanzar porque implica adentrarse en el terreno de la muerte y todo lo que conlleva. A los muertos y a sus familias se los respetó muy poco. ¿Hay niveles de canallería más profundos y deleznables que la indiferencia? A seis años de Cromañon, cada vez es más notoria la propensión a correr las 193 historias a los márgenes del cuerpo social.

8

La reacción inmediata y arrolladora poscromañón fue a contramano de la razón. Primó la paranoia. Las clausuras se multiplicaron de Usuahia a La Quiaca y la música se silenció. Ya no hubo dónde tocar. Fue un tsunami que implosionó en el corazón de miles de bandas. De las medianas y de las chiquitas. El miedo le ganó la partida a la inteligencia y a la mesura en la primera mano. Tenía los 33 del envido representados por el pánico de los funcionarios de turno. No se cuidaron vidas, se cuidaron carreras políticas, y en la volada los perjudicados fueron los propios pibes a los que se intentaba proteger. Fue un incesante peregrinar por laberintos kafkianos para quienes intentaron mantener la bandera del rock. La arrió la burocracia, método ideal si de cercenar emprendimientos se trata. Las violas que debieron haber sonado por Cromañon quedaron colgadas en el ropero.

9

Salir caminando de Cromañón no fue garantía de supervivencia para nadie. Los heridos, abandonados a su suerte, se cuentan por cientos. Quemados, envenenados, presos para siempre de afecciones respiratorias, sin un peso. Su pecado fue estar en el lugar inapropiado en el momento inapropiado. Nadie -demasiado pocos- se acuerdan de que en Cromañón hubo más de 193 víctimas.

10

 A este juego de culpabilidades y responsabilidades compartidas, desde Omar Chabán y Callejeros hasta el nunca identificado autor material del incendio -el inconsciente que estrelló una bengala contra el techo-, la sociedad lo miró como a un partido de fútbol. Se sentó en una tribuna, eligió un bando, y pontificó con la misma suficiencia con la que se puede hablar de un gol. El involucramiento se detuvo al borde de la cancha, como si en el minuto 90 la vida continuara rutinariamente, a la espera del próximo Mundial. La consecuencia fue una paulatina desaparición del tópico y el regreso de todas y cada una de las condiciones que permitieron la corporización del huevo de la serpiente. Muchas cosas cambiaron después de Cromañón en la manera de gestionar, de discutir, de abordar un concierto de rock, un espectáculo de masas o, yendo más allá, un proyecto cultural. Entendiendo la cultura como construcción de ciudadanía, como factor de inclusión social. Pero la pregunta de fondo es, ¿qué cambió en nuestros corazones? ¿Cuál es nuestra posición ante la muerte, una muerte, 193 muertes? No bastó unWalter Bulacio para meter mano en la historia. ¿Somos realmente distintos? ¿Podemos sentirnos un cachito más maduros? A mí me da la sensación de que no.

Tamaño texto
Comentarios
Comentarios