Una cadena de muerte muy difícil de cortar

Una cadena de muerte muy difícil de cortar

Análisi por Lucía Lozano - Redacción LA GACETA.

No es difícil encontrar a los adolescentes que viven en los márgenes del río Salí. Pero es más fácil mirar hacia otro lado. Ensuciarse los pies en los barrios de la Costanera es desagradable, y da miedo. El olor a cloaca apesta. Perder la mirada en las calles-pasillos y ver a los chicos sucios, desnutridos y perdidos por la droga es tremendo. Lo único que se escuchan son quejas: falta trabajo, salud y, sobre todo, alegría. El “paco” es sólo el comienzo de una cadena de muerte a la que la mayoría de los jóvenes de la zona parecen estar sentenciados. Si hasta el mismo gobernador los condenó: “son irrecuperables”, dijo.
Que estos barrios están al margen de todo proyecto social no es nuevo. Según las madres, tampoco son recientes las imágenes de los adolescentes con la pasta amarillenta, el encendedor y la pajita. Sin embargo, durante mucho tiempo las autoridades judiciales y policiales repitieron la frase: “no hay registro oficial de ‘paco’ en ningún lugar de Tucumán”. Y silenciaron el debate sobre esta droga callejera, barata, altamente tóxica y adictiva, que transforma a sus consumidores más vulnerables en “cadáveres que deambulan”.
Las tareas de prevención se frenaron porque no había secuestro de la sustancia en la provincia. Sin embargo, los centros asistenciales recibían casos de pacientes adictos a esta droga. Y se conocían datos sobre precarias cocinas de cocaína (lugares donde se obtiene el “paco”). Pero era más fácil no aceptar que el “paco” había desembarcado en Tucumán. Por todo lo que esta droga trae aparejado. Sólo tiene éxito en zonas con indicadores alarmantes: desigualdad social, pobreza extrema, inseguridad y falta de planes sociales, de salud y de educación.
Hoy, los jóvenes pobres, sin futuro y adictos al “paco” convierten a esta sustancia en su mejor amigo y se transforman en la mano de obra barata de organizaciones delictivas. Sus madres son mujeres desesperadas que no encuentran lugar para denunciar a los “transas” que venden la droga y para sacar a “esos asesinos” (como les llaman) del mismo barrio donde ellas pretenden forjar el futuro de sus familias. Se animaron a denunciar la pesadilla que están viviendo. Y ni siquiera así lograron la atención de quienes tienen en sus manos la posibilidad de rescatar a los chicos que subsisten en la Costanera. Ahora viven aterrorizadas y se sienten solas. Aunque están seguras de que, con su silencio, los funcionarios políticos, policiales y judiciales lograron fortalecer los eslabones de esta cadena de muerte difícil de cortar.

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