Cartas de lectores: tres demonios

Cartas de lectores: tres demonios

26 Marzo 2024

Hace poco se supo que el presidente Perón, luego de expulsar a los “Montoneros” de Plaza de Mayo, dictó el Decreto “S” 905, 27/04/74, firmado ya por Isabel, que ordenaba “enfrentar a los grupos radicalizados, que buscan la toma del poder para modificar el sistema de vida democrático…”, (porque) “aniquilar este terrorismo criminal es una tarea que compete a todos”, concluía, ya que el ataque del ERP al Regimiento de Azul fue una clara provocación y un desafío a la autoridad del Estado que el Presidente no podía dejar pasar. Ratifica la opinión de Perón sobre estas organizaciones y afirma su intención de combatirlas con la ley y de un modo integral, no sólo militar. Ernesto Sábato, después de responsabilizar también a la “extrema izquierda” por el drama setentista, observaría: “Italia, que durante años sufrió la despiadada acción de formaciones fascistas y de las “Brigadas Rojas”, no abandonó los principios del derecho para combatirla, y lo hizo con absoluta eficacia, mediante tribunales ordinarios, ofreciendo a los acusados todas las garantías de la defensa en juicio; y en ocasión del secuestro de Aldo Moro (presidente de la Democracia Cristiana), cuando un miembro de los servicios de seguridad le propuso al General Della Chiesa torturar a un detenido que parecía saber mucho, le respondió con palabras memorables: «Italia puede permitirse perder a Aldo Moro. No, en cambio, implantar la tortura»”. Lejos de esa actitud, Videla, en 1979, siendo presidente del “Proceso”, afirmó que un desaparecido “no está ni muerto ni vivo, está desaparecido, no tiene entidad”; y en 2012, ya en prisión, hizo una fría y espantosa confesión (“Disposición Final”, Ceferino Reato): “Teníamos el problema de que había que eliminar a un conjunto grande de personas que no podía ser fusilada públicamente ni tampoco podía ser condenada judicialmente (…) No había otra solución; acordamos en que era el precio a pagar para ganar la guerra, y necesitábamos que no fuera evidente para que nadie se diera cuenta, para que pasara desapercibido. El dilema era cómo hacerlo. La solución fue sutil, la desaparición de personas, creaba una sensación ambigua en la gente: no estaban, no se sabía qué había pasado con ellos; yo los definí alguna vez como una «entelequia». Por eso, para no provocar protestas dentro y fuera del país, se decidió que esa gente desapareciera. Estábamos dispuestos a utilizar todos los medios a nuestro alcance para vencer a las guerrillas”. Tan fría y espantosa como la detallada descripción del asesinato del gral. Aramburu (1970) por parte de los jefes montoneros, Firmenich y Norma Arrostito, que comienza con esta frase: “El ajusticiamiento de Aramburu era un viejo sueño nuestro. Concebimos la operación a comienzos de 1969. Había de por medio un principio de justicia popular -la reparación por los asesinatos del 56-, pero además queríamos recuperar el cadáver de Evita, que Aramburu había hecho desaparecer”. Publicada a fines de 1974, se entendía que las balas dirigidas al reo, impactarían en el gobierno peronista de Isabel, colaborando al inminente golpe de Estado. Al día siguiente, “Montoneros” se autoproclamaba organización armada clandestina y arremetía contra el gobierno elegido por los argentinos. El cinismo de Firmenich le hizo decir: “no hicimos nada por impedirlo porque, en suma, también el golpe formaba parte de la lucha interna en el peronismo”. Que el pueblo “no se diera cuenta”, como quería Videla, o que, incapaz de hacerlo por sus medios, aceptara, como propugnaban los Montoneros, un “principio de justicia popular”, que no había pedido, ni quería y, en el fondo, repudiaba. Entonces, ambos –terroristas y “procesistas”-, y en los hechos, no sólo en discursos y consignas, despreciando al pueblo argentino y sus intereses, daban la espalda a la realidad nacional. Se ponían de espaldas a la Patria. No lograban “interpretar los requerimientos de la conciencia histórica de la Nación”, como decía el P. Fosbery. Ninguno de los dos pudo contar nunca con la adhesión, la simpatía y mucho menos, con la participación activa de sectores importantes de la sociedad. Unos, desde las sombras de la clandestinidad y los otros, desde la impunidad del poder dictatorial, compartían la indiferencia, la resignación o hasta el sordo rechazo de la comunidad. Por otro lado, ¿dónde estaba el botín de guerra de los supuestamente triunfantes en este conflicto, además, por supuesto, de las montañas de dólares que se llevara la banca mundial? La ceguera suicida de la guerrilla y la ceguera represora del sector militar gobernante, posibilitaron que fuesen manejados como títeres por poderes extraños, para ir o hacia un país en llamas al borde de su extinción o a la definitiva esterilización de su capacidad nacional. Y ahí estaba el triunfo mayor, el verdadero botín de guerra. Ni los “delincuentes subversivos apátridas” fueron el “demonio” difundido en el período más cruento del “Proceso” buscando justificar y hasta glorificar la represión estatal. Ni lo fueron las Fuerzas Armadas, así, “al bulto” (“asesinos”, etc.), cuando, desde el alfonsinismo en adelante -DD.HH. por medio-, se pasó a mistificar a los terroristas como “jóvenes idealistas”. Hebe de Bonafini, fundadora de las “Madres de Plaza de Mayo”, afirmaba que: “Nuestros hijos no eran demonios. Eran revolucionarios, guerrilleros, maravillosos y únicos, que defendieron la Patria”. En verdad, no hubo dos demonios. Ése es un espejismo dialéctico que nos hacen consumir y, embanderarse con uno u otro no hace más que profundizar la ignorancia y el alejamiento de las claves nacionales de nuestros problemas. Hubo tres: los “dos bandos en pugna” -guerrilleros y “procesistas”-, meros peones de un tablero mundial en manos del demonio mayor, encarnado en sus amos extranjeros, especialmente los poderes económicos y culturales, de “derecha” o de “izquierda”; y sus discretos “representantes” locales. Las verdaderas víctimas del “Proceso” y de la guerrilla fueron, entonces, el pueblo argentino y la soberanía nacional. Cuando la noche era más oscura (el 31/03/82, dos días antes, un paro general de la CGT fue brutalmente reprimido), una luz providencial se derramó sobre la Argentina, y todo el escenario dio un giro tan impensable como portentoso. Era el albear del 2 de Abril de 1982. Y el eje de la historia, barriendo con procesistas y terroristas, volvería a su seno: la defensa del ser nacional de la Patria.

Arturo Arroyo 

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