Dos "versiones" de la inflación y dos nociones del shock

Dos "versiones" de la inflación y dos nociones del shock

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El Indec dio a conocer en la tarde de ayer dos realidades en un mismo informe. Se conoció que la inflación de diciembre, oficialmente, fue del 25,5% y, con ello, se determinó que 2023 cerró con una inflación total del 211,4%. Un número de una brutalidad inigualable, hoy, en el mundo. La Argentina lidera ahora ese ranking desdoroso, por encima de Venezuela, que registró un 195%; y de El Líbano, que cerró el año en un 192,2%.

El informe llega en horario: Javier Milei acaba de cumplir su primer mes como Presidente de la Nación. Las estadísticas del Estado obligan a repasar como ha sido ese “primer mes económico” de la nueva gestión. Sobre todo, en contextos de maniqueísmo extremos como los que han llegado para quedarse en la Argentina.

Se ha visto, por un lado, a encumbrados referentes kirchneristas adelantarse al carnaval y estrenar caretas esculpidas en piedra, para responsabilizar enteramente al actual Gobierno por la catástrofe económica. Cuando estaba en el poder, el kirchnerismo concebía la historia como si hubiera comenzado en la década de 1970. Ahora que está en el llano, concibe la realidad como si hubiera comenzado el 10 de diciembre pasado, sin que tuviera responsabilidad alguna en la debacle.

Por otro lado, hay voces libertarias que endilgan toda la responsabilidad a las gestiones anteriores. Haciendo caso omiso del hecho de que, luego del traspaso del poder, los precios y las tarifas se liberaron como una suelta de globos: suben sin parar.

Entre uno y otro extremo hay una realidad de responsabilidades repartidas. No por partes iguales, cabe anticipar. Para bucear en ella hay que partir de una distinción sutil, aunque trascendental. Concretamente, la inflación y el Índice de Precios al Consumidor no son, exactamente, la misma cosa. Claro está, a menudo no se los distingue y hasta se los emplea como sinónimos. En definitiva, la inflación es la que mueve los precios y el IPC, que registra ese movimiento, es lo que permite cuantificar la inflación. Sin embargo, la inflación es un proceso sostenido y de largo plazo. Mientras que el IPC es la variación en los precios de un mes a otro. Y presenta “estacionalidades”. Enero (mala noticia) es típicamente inflacionario. Febrero, en cambio, suele dar respiros (con excepciones, como la de 2023). Marzo, con la vuelta a clases, es otro mes de repunte de precios. Y un largo etcétera.

A partir de esa diferenciación, el diagnóstico no cae en ninguna banquina. Ciertamente, que la Argentina inflaciones por encima del 200% anual es responsabilidad completa del último desgobierno kirchnerista. Luego, en el fenómeno puntual de que los precios se disparasen al 25,5% en diciembre (el doble de noviembre, que trepó al 12,8%), el gobierno libertario no es inocente.


“Platitas” y quebrantos

Cuando Massa terminó tercero en las PASO del 13 de agosto puso en marcha una serie de anuncios que representaron, para el Estado, un gasto de 2,2 billones de pesos. Un monto equivalente al 1,3% del PBI. Se lo conoció, comúnmente, como “Plan Platita”. En los hechos, consistió en una emisión monetaria enloquecida, propia de un hecho que hubiera encendido las alarmas en cualquier nación, salvo en este país, que tantas irracionalidades ha naturalizado: el candidato a Presidente del Gobierno era el ministro de Economía en ejercicio. A los efectos de la república, fue una anomalía imperdonable. A los efectos de la realidad, se trató de una irresponsabilidad criminal.

El antiguo “Frente de Todos” había pasado a llamarse “Unión por la Patria”, cuando en realidad debió haber sido rebautizado como “Bonos para Todos”. El perdidoso Massa anunció que 7,8 millones de jubilados recibirían un refuerzo mensual de $ 37.000. ¿Costo fiscal? $ 234.000 millones.

Incorporó una suma fija para empleados en dos cuotas de $ 30.000. En el sector público fueron 390.000 beneficiarios, con un costo de $ 23.400 millones.

Hubo, además, un refuerzo de $ 20.000 para quienes cobraban el seguro de desempleo; y de $ 94.000 en dos pagos para quienes no tienen ningún ingreso ni reciben ninguna prestación de parte del Estado. Ese nuevo IFE demandó $ 180.000 millones.

Se otorgó un refuerzo alimentario de $ 45.000, en tres cuotas, para 3 millones de jubilados y pensionados que cobrasen menos de un haber y medio mensual, con un costo de $ 90.000 millones. En paralelo, se dio un refuerzo en la Tarjeta Alimentar con una suba del 30% en el monto, con 2,4 millones de beneficiarios y un costo de $ 82.000 millones. Se completó con un refuerzo en el plan Potenciar Trabajo de $ 20.000, que abarcó a 1,3 millón de personas por $ 26.000 millones.

A la vez, se instrumentó el “Compre Sin IVA”, que reintegró el 21% de los alimentos (por ejemplo) pagados con tarjetas. Inicialmente, abarcaba a 7 millones jubilados, pero se hizo extensiva a 9 millones de asalariados, 3 millones de monotributistas y 500.000 trabajadores de casas particulares. El costo fiscal estimado fue de $ 800.000 millones. La quinta edición de PreViaje incluyó reintegros de hasta $ 100.000. El beneficio alcanzó a 500.000 personas, con un costo de $ 50.000 millones.

Finalmente, los cambios en el impuesto a las Ganancias (pasaron a pagarlo sólo los sueldos por encima de los $ 2 millones) abarca a 800.000 empleados, con un costo de $ 592.000 millones.

Fue, lisa y llanamente, el empleo desembozado de fondos públicos con fines electorales. Y funcionó: en las generales del 22 de octubre, Massa terminó primero y pasó al balotaje. Convencido de que el camino al éxito electoral era a puro billeterazo estatal, profundizó el “Plan Platita”: camino a la segunda vuelta del 19 de noviembre, el gasto público se incrementó en otro 1,5% del PBI.

Toda esa bestial emisión monetaria se llevó adelante en un país en quiebra. Con un Banco Central con reservas negativas superiores a los 10.000 millones de dólares en ese momento, que ya en los primeros cinco meses del año había tenido que emitir $ 1,1 billón para financiar el déficit fiscal del Tesoro de la Nación, más $ 4,7 billones para sostener la deuda remunerada (las Leliq y los pases).

Estas son las causas que condujeron a que la inflación de 2023 totalizara el escalofriante 211,4% que acaba de convertir a la Argentina en el mejor ejemplo del peor ejemplo. Que el kirchnerismo, lejos de asumir su entera responsabilidad en este proceso, levante el dedo acusador para apuntar a cualesquiera otros, sólo es una nueva edición de su elogio de la impunidad.


Tiempos y destiempos

La llegada de Milei a la Casa Rosada supuso el fin de la represión de los precios y las tarifas. Ese hecho es uno de los capítulos de la denominada “desregulación” de la economía argentina, que tiene el resto de su “texto” plasmado en el DNU 70 y en la “Ley Ómnibus”. El problema es el desfase de los tiempos para uno y otro caso. Por un lado, el decreto y el proyecto se encuentran enredados en los debates parlamentarios propios de los tiempos del Congreso. Por el otro, los tarifazos y la estampida de los precios se dieron sin demoras. Ni pausas. Dicho de otro modo, el shock está en el bolsillo de los argentinos y no en la megaestructura estatal.

Ese es uno de los principales déficits políticos de la política económica del gobierno libertario. Por supuesto, el 56% de los argentinos votó en las urnas algo distinto a los gobiernos kirchneristas, donde los ministros de Economía y los secretarios de Comercio se habían aquerenciado de la práctica de apretar empresarios para que “pisen” los precios hasta que comiencen a ingresar los dólares por la exportación de la cosecha de los granos gruesos. Pero sin caer en esas prácticas disvaliosas, el Gobierno podría haber previsto algunas medidas de corto plazo que atemperaran la variación de precios, que en numerosos productos de primera necesidad parece descontrolada.

Ahí es donde encaja el reproche de que al ajuste lo paga el pueblo, pero no “la casta”. Milei ha dicho, desde el principio de su campaña, que su plan apunta a liquidar la causa de la inflación: esa raíz es el déficit fiscal. Para financiarlo, el BCRA emite dinero y se lo presta al Estado. De modo que terminar con el déficit implica terminar con la emisión. El problema es que lograr tal cosa va a demorar. ¿La razón? Vivimos en democracia. En una autocracia, el dictador haría uso de la suma del poder público y podría vender todas las empresas del Estado que quisiese, despedir a todos los trabajadores que se le antojase y modificar todas las reglas económicas y financieras del país. Pero en democracia, por fortuna, esas decisiones deben pasar previamente por el Congreso. Y los libertarios tienen apenas 38 de 257 diputados y sólo 7 de 72 senadores. Se impone el diálogo.

Ahora bien, del lado de la oposición también es necesario que se comprenda que las recetas para países con economías regulares, aquí, no aplican. Por caso, en EEUU, la Reserva Federal aumenta medio punto la tasa de interés y genera un cimbronazo terrible: la contracción económica es inmediata y la caída de la inflación es automática. Pero se aplica sobre una tasa del 2%. En la Argentina esa tasa era, con la gestión anterior, del 133%: aumentarla sólo significaba más emisión para pagar la deuda remunerada (las Leliq y los pases). El gobierno actual la bajó a 110%.

Entonces no hay otro camino que atacar el déficit del Estado. ¿Cuánto va a demorar? Milei estima que entre 18 y 24 meses: los tiempos de la política. Pero no hay, hasta el momento, interés en morigerar la avanzada al respecto. En definitiva, este Gobierno de economistas entiende de estadísticas y lo cierto es que los últimos dos gradualismos, el del macrismo y el del cuarto gobierno “K”, sólo redundaron en fracasos electorales. La opción para ellos, por eso mismo, es el shock.

Pero shock, en economía, equivale a “inmediatamente”; mientras que en política y en democracia significa “lo antes posible”. El Gobierno parece no entender ni lo uno ni lo otro. Y en esa incapacidad de comprender comenzará a jugarse, en el plano institucional y en el plano social, nada menos que la gobernabilidad.

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