El hombre injusto

El hombre injusto

Por Cristina Bulacio para LA GACETA - Tucumán.

29 Junio 2008
Dice Aristóteles en la Política que el hombre es el animal más perfecto, pero que cuando se aparta de la ley y de la justicia, es el peor de todos. Por eso, nada es más terrible que un hombre injusto con armas y poder. Sin duda, tanto las armas como el poder pueden cobrar rostros distintos sin dejar de ser mortíferos: la mentira, el ocultamiento, el recorte de las libertades, el despliegue de un poder omnímodo, aun con la ley en la mano, son peligrosos. Resulta fundamental, para la vitalidad de nuestra sociedad, repensar acerca de estos asuntos.
El ciudadano común se siente hoy subestimado en su inteligencia, arrasado en sus intereses cívicos, ignorado en sus preocupaciones políticas. La vida en sociedad exige el ejercicio de reglas de convivencia y la política -apoyada en el poder que cedemos al gobernante- es la administración de ellas; cuando se produce abuso ya no es política, es sencillamente un "atropello a la razón". La degradación de la praxis política degrada al hombre mismo; no sólo a quien la ejerce, sino al que la padece.
Lo que nos preocupa, entonces, es qué puede hacer la sociedad con hombres injustos y con poder; la injusticia implica acciones arbitrarias, y la arbitrariedad enloquece a quien la padece. Hombres injustos hay muchos, de algún modo todos los somos; pero el agregado del "poder" hace temible la injusticia. ¿Y qué es la justicia? Justicia es equilibrio, medida, legalidad; cuando hay demasía o exceso, hay injusticia; la desmesura (hybris) fue vista en el mundo antiguo como uno de los grandes pecados del espíritu.

Rescatar la política
Es ya un lugar común decir que se debe educar en la política y en la democracia, pero sucede que no hemos pensado con suficiente convencimiento que educar políticamente no es sólo conocer los principios de la política, sino enseñar a poner límites al gobernante injusto. La vida social está compuesta de un entramado de derechos y obligaciones. Saber de nuestros derechos es, también, conocer nuestras obligaciones, entre ellas, el control de gestión del ciudadano sobre sus representantes. La sociedad tiene la obligación -para seguir existiendo en armonía- de exigir un límite al poder.
Platón declaró que la justicia es condición de la felicidad; el hombre injusto no puede ser feliz. Eso también debe servirnos. A más de 25 siglos de aquella Atenas de esplendor, la política no ha perdido sus sentidos originarios, pero, ante nuestra indiferencia, se ha deslizado hacia conductas erráticas e intereses espurios. Debe repensarse en su rectitud. La política es una praxis inteligente que tiende a lograr el bien común; sin ese objetivo se desvirtúa.
La democracia, a su vez, es una conquista de la racionalidad que confía en los límites reflexivos del ciudadano; es un progreso respecto de los sistemas arcaicos de organización social con un poder central como el de los reyes. Por ser una construcción social es frágil; debe ser pensada, ejercitada y así, afianzada. La democracia contiene significados inmensos: reconocer al otro como semejante, otorgarle los mismos derechos y prerrogativas; garantizar la justicia. Es una forma de gobierno en la cual el bien común debe cumplirse con mayor perfección y eficacia, y alcanzar a todos, sin exclusiones. Así, la política, como la imaginamos, debe ser una forma civilizada y generosa de ejercer el poder; consenso, legitimidad, diálogo, derechos ciudadanos son vocablos cargados de sentidos que circulan en la sociedad pero de difícil cumplimiento. Y tal vez la dificultad radique, justamente, en la falta de claridad sobre lo que ellos significan, sobre las ventajas que nos ofrecen y, también, sobre los afanes y renunciamientos que implica su realización. Educar políticamente es abrir las mentes para enseñar a desafiar la intolerancia a la que somos dados los hombres; a cuestionar toda voluntad hegemónica, a no aceptar sometimientos indignos; en definitiva, erradicar de una vez por todas las hondas raíces de una educación autoritaria, cuyas huellas aparecen, inesperadamente, en cada tramo del juego social.
Los derechos y las obligaciones de los ciudadanos son modos de vida que se aprenden y se ejercitan; dejarlos caer en el olvido es una sentencia de muerte para una sociedad. No se puede saber qué es la democracia en una sociedad autoritaria; no se puede entender la política como regente de lazos sociales en medio del juego de intereses oscuros e inconfesados del poder. Sólo el control ciudadano puede detener los excesos de otros ciudadanos.
¿Podremos vivir juntos? Es la gran pregunta que nos urge. Se hace difícil responder si no comprendemos y hacemos carne los conceptos que aportan a la construcción de nuestra convivencia democrática. Debemos abocarnos al cultivo de la cultura política: aguzar el pensamiento crítico, asumir el rol de actores políticos. Esto parece ser impostergable; el hombre es un animal político, decía Aristóteles. © LA GACETA

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