Crisis del populismo y estancamiento democratizador en América latina

Crisis del populismo y estancamiento democratizador en América latina

Crisis del populismo y estancamiento democratizador en América latina

Por Sergio Berensztein, analista político.

28 Mayo 2017

Colapsa Venezuela. Se profundiza la crisis en Brasil. CFK pretende volver a protagonizar una elección por primera vez desde la oposición, sin los inmensos recursos del Estado para hacer campaña y disciplinar a aliados y adversarios. En contraste, Lenin Moreno asumió en Ecuador y, a la distancia, Pedro Sánchez se convirtió en el nuevo líder del PSOE español. ¿Qué pasó con el ciclo populista en América Latina? ¿Qué chance tienen sus líderes de regresar al poder o, al menos, retener influencia política y simbólica? ¿Cómo podría esto afectar el desarrollo democrático en sus países y en la región? Interrogantes que nos inducen a revisar el ascenso, el estancamiento y la caída de la reciente ola populista.

Durante el boom de precios de los commodities (2003-2012), muchos políticos, inversionistas y analistas de la región se dejaron dominar por la euforia. El descenso posterior trajo una dolorosa manifestación de economías en contracción, déficits fiscales en crecimiento, depreciación de la moneda e inflación. Las economías latinoamericanas se comportan en sintonía con los precios de las materias primas. Cuando se disparan, aumentan los ingresos por ventas de sus productos en el exterior. Se fortalecen y adquieren mayor solvencia crediticia. Pueden conseguir préstamos con tasas de interés más bajas. Gobiernos y corporaciones acuden a mercados internacionales de capital para endeudarse o a Wall Street para emitir bonos soberanos o corporativos.

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Como fluye más dinero, se impulsa el consumo privado. La satisfacción del consumidor es el canto de sirena de los regímenes populistas, que no dudan en distribuir beneficios (planes sociales, subsidios, empleo público, créditos para viviendas) mientras el ciclo es favorable, sin preocuparse por el costo a mediano y largo plazo. En las dos últimas décadas, nuevos líderes de discurso radical ganaron elecciones democráticas en América Latina. La denominada nueva izquierda latinoamericana tuvo como denominador común una postura rupturista y polarizadora, excluyente de la oposición partidista, de los medios de comunicación de masas y los sectores sociales o económicos que criticaban su proyecto político.

En el arco andino, Venezuela, Bolivia y Ecuador, los partidos tradicionales no fueron capaces de interpretar las demandas de cambio y los votantes prefirieron elegir outsiders de la política. En Venezuela, Hugo Chávez ganó en diciembre de 1998, aún en ausencia de militancia partidista, como militar de izquierda y habiendo participado en 1992 de un fallido golpe. Dio por terminado el sistema político venezolano, establecido cuarenta años antes en Punto Fijo. En Bolivia, Evo Morales ganó con el 54% en la primera vuelta en 2005, como líder del Movimiento al Socialismo (MAS), en medio de un clima de conflictividad social y luego de haber liderado la movilización por la recuperación del control estatal del gas y otros hidrocarburos. La política de identidad indígena se combinó con sindicalismo, reclamos socioeconómicos de los sectores más desfavorecidos y la frustración de las clases medias con los partidos tradicionales. En Ecuador, Rafael Correa triunfó en la segunda vuelta en 2006 con el 43% frente al multimillonario bananero Álvaro Noboa, que consiguió el 27%. Argentina, Brasil, Uruguay y Paraguay también aportaron coaliciones alejadas de las estructuras tradicionales. En Argentina, Néstor Kirchner derrotó en 2003 al candidato insignia de las políticas del neoliberalismo de la década de 1990, Carlos Menem. En Brasil, el Partido de los Trabajadores (PT) gobernó de la mano de Luiz Inácio “Lula” Da Silva entre 2003 y 2011 y luego con Dilma Rouseff hasta que fue destituida en 2016. El Frente Amplio lidera Uruguay con Tabaré Vásquez, José Mujica y de nuevo Vázquez desde 2005 (y hasta 2020). El obispo católico Fernando Lugo terminó con 60 años de dominación del Partido Colorado en Paraguay, antes de ser destituido en 2012.

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Con agendas maximalistas, articularon coaliciones plurales y heterodoxas de sectores sociales para poner en marcha sus proyectos de cambio, sobre la base no liberal de una democracia de mayorías. Un republicanismo autoritario cuyo poder se construyó y mantuvo a partir de divisiones excluyentes, homogeneidad ficticia (pero fanática) y la búsqueda permanente de enemigos. Todo aquel que interpusiera una idea diferente (no hacía falta siquiera que fuese contraria) se transformaba de inmediato en herético, traidor y sedicioso. Para sostener sus decisiones, descartaron visiones o cursos de acción alternativos. En contraste, las instituciones deliberativas premian la apertura y permiten construir poder a partir de la inclusión: aseguran la supervivencia compartiendo el poder, no acumulándolo. Los horizontes temporales se amplían y desaparece el miedo del revanchismo. Dejar el poder no implica ser débil y perseguido para restar fuerzas a sus aliados y socavar el legado ni para deshacer los avances del gobierno anterior. El aparato estatal, removido de la periódica ida y venida de los amigos, demanda personal de calidad capaz de conciliar eficacia con equidad.

La llegada al poder de Horacio Cartes en Paraguay en 2013, sumado a los gobiernos de Mauricio Macri en Argentina, Pedro Pablo Kuczynski en Perú y Michel Temer en Brasil en 2016 anticipó un giro a la derecha en la política regional, que Chile ya había experimentado durante la administración de Sebastián Piñera entre 2010 y 2014. Además del cambio entre el gobierno populista fiscalmente irresponsable del matrimonio Kirchner por uno tecnocrático como el de Macri en Argentina, asistimos al juicio político que inició el Senado brasileño a la presidenta Dilma Rousseff. Y si bien en Chile Michelle Bachelet obtuvo la reelección, debió dar señales en sus políticas económicas acordes a esta tendencia. Hasta la Cuba de Raúl Castro está ampliando el margen legal para las empresas privadas.

Este giro corresponde más un estancamiento populista que un idilio liberal. En términos de participación en el ingreso per cápita mundial, Latinoamérica tuvo unos desastrosos años ‘80 (la llamada década perdida), en la que el país promedio perdió aproximadamente el 30% de su porcentaje en el producto global per cápita, llegando en algunos casos hasta el 50%. En los ‘90, la región perdió más de terreno, aunque de manera más lenta. Y en la década de la nueva izquierda, a pesar del auge de los precios de los commodities, la tendencia fue estática, plana. Más que atracción hacia las políticas económicas de la derecha, fue el resultado del hartazgo y el rechazo de los ciudadanos a la pobre o mala performance económica de los gobiernos de izquierda, las distorsiones de precios y la inflación, la pésima provisión de servicios públicos y la creciente falta de libertades políticas. Los regímenes no liberales necesitan cerrarse para sobrevivir, limitar el contacto económico internacional (comercio e inversiones), controlar los discursos y restringir las libertades de movimiento y pensamiento. La situación de Nicolás Maduro evidencia lo que ocurre en estos regímenes cuando el ciclo económico se vuelve adverso: el problema no eran “los yanquis” ni “la oposición golpista desestabilizadora”. La ruptura del gobierno de Caracas con la Iglesia, aun a pesar de que el Papa ha mostrado en palabras y gestos una preferencia por los gobiernos nacionales y populares de la región, exhibe que la vocación hegemónica es absoluta.

Una variedad de factores económicos internacionales se combinaron para terminar con el reinado del populismo latinoamericano: caídas bruscas en los precios internacionales de materias primas como el petróleo y el cobre, más moderada en los de la soja, desaceleración de la economía china que redujo el valor de las exportaciones de la región y disminuyó la disponibilidad de capital barato y sin preguntas... Además, la creciente incertidumbre global aumentó la volatilidad de flujos financieros internacionales, que se retrajeron de los mercados emergentes. Se acentuaron las pujas distributivas y los problemas económicos locales, lo que complejizó la gobernabilidad: ya no puede solucionarse con la generosidad distributiva de otros tiempos. La insatisfacción popular con los servicios públicos y la inquietud por la desigualdad y la corrupción explotaron. Esto fue expresado con claridad en el slogan de campaña del comediante guatemalteco Jimmy Morales: “Ni corrupto, ni ladrón”. A pesar de su inexperiencia, fue elegido presidente en octubre de 2015 con dos tercios del voto popular tras meses de protestas populares pacíficas que obligaron a su antecesor Otto Pérez Molina (así como a su vicepresidente) a renunciar ante cargos de corrupción.

El populismo parece estar entonando sus acordes finales. Restará ver si los países de Latinoamérica utilizarán esta experiencia para sumarla a una lista de lecciones aprendidas o si continuarán dentro de ese eje pendular que hace que siempre se esté sacando un clavo con otro clavo.

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