La inocente crueldad de los niños

La inocente crueldad de los niños

EVOCATORIA. El autor recuerda la escuela como una instancia de denuncias domésticas, pero directas y prácticamente inapelables. la gaceta / archivo EVOCATORIA. El autor recuerda la escuela como una instancia de denuncias domésticas, pero directas y prácticamente inapelables. la gaceta / archivo
16 Abril 2017

Por Rogelio Ramos Signes - Para LA GACETA - Tucumán

Supongo que sucedía en toda la provincia, pero en la escuela del San Juan de mi infancia (Escuela Nacional Nº 109) nos nombrábamos por el apellido, antepuesto de un artículo: el Fabro, la Rodríguez, el Armulino, la Ponce, la Conedine... El problema era que en mi grado había tres Quiroga; o sea que los reclamos típicos de esa edad y en ese lugar, verdaderas denuncias casi inapelables, debían ser muy explícitos: “Señorita, mire al Quiroga Humberto; me está escondiendo el tintero”. Otra veces el acusado era el Quiroga Héctor; y muy de vez en cuando el Quiroga Carlos, que era el más apacible.

La Guzmán era un año mayor que el resto de la clase, ya se peinaba con spray y todos la veíamos como una chica mayor. Yo también me enamoré de ella. La Sanguedolce solía regalarme trozos de caña de azúcar. Su familia tenía una verdulería, pero no sé cómo llegaban esas cañas (seguramente tucumanas) a un negocito de barrio en San Juan. La familia de la Leiva, en cambio, tenía un almacén. Y eso ya era otro nivel. Ni hablar del Migani; sus papás levantaron una casita de fin de semana en Pedernal.

Pero, con el correr de los años, quien vuelve con frecuencia a mis recuerdos es el González, tipo dócil por donde se lo mirase. Tenía cara de malo, de perro bull-dog decían algunos, pero era buenísimo, un pan de Dios al decir de las viejas de entonces. Creo que era catamarqueño. Tal vez por ser tan sereno, tan pacífico, algunos (los de siempre) se aprovechaban de él y le jugaban malas pasadas: “Señorita, señorita, el González se ha tirado un mal olor.” Y el González, pobrecito, lloraba compungido en un rincón, mientras decía entre hipos y tragándose los mocos: “Yo no fui. Yo no fui.”

¿Qué habrá sido de su vida? me pregunto. Buscar a un tal González (de mi edad, de quien no recuerdo el nombre, catamarqueño o no, en San Juan o donde sea) es, ni más ni menos, obstinarse con la aguja en el pajar. ¡Cómo me gustaría encontrarlo, recordar con él esta historia u otras, reírnos y darle un gran abrazo; un abrazo de esos que desde la puerta de la ancianidad curan aquellas tontas heridas de la infancia!

© LA GACETA

Rogelio Ramos Signes - Poeta, novelista, cuentista y crítico.

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