El fantasma impopular
Un puñado de pesos divide al asalariado del umbral de la pobreza. Y no es una exageración. Tomemos, por caso, la remuneración de un empleado privado tucumano que cobra entre $ 12.000 y $ 13.000 al mes de bolsillo. A simple vista podría decirse que está al borde de caerse de la pirámide socioeconómica, de pasar de ser clase media a la pobreza. Sin escalas. Más allá de la desaceleración, la inflación de 2016 ha dejado secuelas difíciles de reparar. Una prueba de ello es la medición dada a conocer por el Observatorio de la Deuda Social Argentina, dependiente de la Universidad Católica Argentina. La difícil situación económica del año anterior ha dejado un ejército de pobres tan grande como la población que tiene Tucumán: 1,5 millón de personas.

Dolor fue la palabra más escuchada ayer por cuanto funcionario opinó acerca de los datos proporcionados por el centro de investigación académico. Pero es un dolor profundo, de muchos años. Aquel dolor de la política es más cómodo del que sienten más de 13 millones de argentinos a los que no les importa si son parte de una herencia de gestión o si son los nuevos hijos de otro modelo económico.

¿Acaso alguien pensó que el 5% de pobreza que sostuvo Cristina Fernández de Kirchner como uno de sus logros de gestión era real? ¿Tal vez Mauricio Macri imaginó que la profundidad de la herencia recibida era tal que los índices se dispararían del modo en que hoy lo observamos? Ni lo uno ni lo otro. En la Argentina siempre existió una pobreza estructural que, durante mucho tiempo, se disimuló con planes sociales que solamente contribuyen a parchar una realidad tan desnuda a los ojos de cualquier ciudadano.

Y el fantasma sigue acechando. La inflación se resiste a alejarse. El tecnicismo económico discutirá si se trata de la percepción social de la suba sostenida de precios o de la estacionalidad de algunos valores, como por ejemplo, los de los servicios públicos privatizados que subieron a un ritmo abrupto. Es verdad, los argentinos nos acostumbramos a vivir con facturas fuertemente subsidiadas, pero acaso, ¿no hubiera sido más conveniente aplicar el gradualismo antes que el shock tarifario?

La economía habla de la inflación núcleo, con la que el Gobierno nacional aspira a cerrar este año de acuerdo con las metas trazadas por el Banco Central, es decir, con un techo del 17% anual. La política requiere de una tasa mensual del 1,3% para cumplir aquella pauta.

Pero febrero trajo malas noticias no sólo para los pobres, sino también para los empresarios: el Índice de Precios al Consumidor (IPC), medido por el Instituto Nacional de Estadística y Censos (Indec) estuvo muy por encima de las proyecciones privadas. Cerró en un 2,5%. “Esta medición llega en un momento demasiado inoportuno”, confesó ayer un dirigente empresarial que mira con inquietud las paritarias que se vienen.

Con un nivel de consumo limitado, al sector privado le resulta oneroso afrontar una negociación salarial que se dispare más allá del 23%. ¿Por qué ese porcentaje? El sector público, particularmente los docentes, han dejado la pauta por la que giraría las negociaciones de las próximas mejoras. Un poco más alta es la vara que marcaron los bancarios, por encima del 24%.

Los empresarios esgrimen que subió el “costo argentino”. Y que, por esa razón, les resulta difícil sostener sus negocios. La prueba, a su entender, surge cuando se compara el precio de un producto respecto de artículos -de similares características- que se venden en países limítrofes. Definitivamente no pueden competir, frente a producciones que, en muchos casos, son entre un 55% y un 66% menos onerosos que los que se venden en el territorio argentino. ¿Cuál es la explicación? Los altos costos laborales y el fuerte esquema impositivo que se traducen en los precios en vidriera.

El sector privado suele trasladar los mayores costos a los valores exhibidos. Eso se traduce en inflación, el fantasma de siempre. Los precios se relacionan con la pobreza. Y al que está en ese escalón social cada día que pasa le resulta más complicado abandonarlo. Por caso, el propio informe de la UCA ha señalado que la brecha monetaria que existe entre el umbral de ingresos necesarios para volver a la clase media respecto del promedio de ingresos de un hogar pobre es equivalente a un 35%. En billetes constantes y sonantes, esa familia requiere de $ 4.100 adicionales para aspirar a una mejora en su nivel de vida.

Desigualdades

Más preocupante es observar los datos de acuerdo con los grupos de edad. Uno de cada dos niños argentinos está condenado a ser pobre. Cuatro de cada 10 jóvenes no sólo no tienen oportunidades laborales, sino que tampoco ingresos suficientes para escalar socialmente. Los programas sociales han sido efectivos para superar la indigencia hasta 2012. En los años subsiguientes, cualquier plan social ha perdido la carrera contra la inflación. También castigó con pobreza a los hogares que reciben subsidios, y que, según el reporte académico, las tasas de pobreza llegan al 61%. Las disigualdades son evidentes. Y se requiere el compromiso de toda la sociedad. Ya no se puede mirar al costado. La pobreza duele profundamente.

Vale recordar algunas frases del sacerdote Rodrigo Zarazaga que, durante una cumbre empresarial en Mar del Plata, dijo, por ejemplo: “una cartera Louis Vuitton o una corbata Hermes equivalen a tres años de Asignación Universal por Hijo. Una camisa de cura, dos días”. Y más contundente fue al referirse a la falta de reacción social y empresarial frente a un flagelo que se fue confirmando con el tiempo. “No los llamo a la solidaridad, sino a la racionalidad. Un país que tiene una mitad pobre tiene un futuro atroz. Hay que invertir en planes de capacitación porque, si no, el tren de la reactivación va a arrancar teniendo la mitad desenganchada. Estamos esperando la lluvia de inversiones, pero si llega va a haber un sector que va a seguir en el desierto”, expresó Zarazaga en IDEA.

Tal vez ese debe ser el principio rector para cambiar el rumbo económico. Y pensar que se puede lograr más rápidamente una Argentina que paulatinamente reduce su tasa de pobreza, que llevarla a cero sólo en el discurso.

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