¿Estudiar para trabajar?

¿Estudiar para trabajar?

Fragmento de La educación de la clase alta argentina*. Por Victoria Gessaghi.

16 Octubre 2016
En los colegios se crean lazos y se afianzan relaciones duraderas. Así, una de las principales razones para elegir ciertas escuelas y no otras es “el factor humano”, vínculos y conexiones que preservar y reproducir. Jugar al rugby los sábados o participar en los intercolegiales de hockey, organizar un evento de caridad son instancias en que se forman o se sustentan relaciones de conocimiento y reconocimiento. Al comenzar el trabajo de campo, escuchaba extrañada los relatos de mis interlocutores que recalcaban el vínculo de experiencia escolar con una gama de actividades de socialización entre los miembros de cada institución. Obviaba esos datos y preguntaba insistentemente por la universidad, las trayectorias internacionales y el aprendizaje de idiomas. Me sorprendía que los sujetos les restasen importancia: muchos no consideraban relevante hacer trayectos en el exterior, y la universidad era, casi siempre, un dato más. Luego comprendí que “es un sesgo escolar creer que el que se dedica a acumular capital social no trabaja” (Bourdieu, 2007). Un entrevistado me explica que se estudia por “saber general”, porque te gusta la carrera, “más allá de que trabajes de eso o no”. Más adelante, “la mayoría va a dedicarse a las empresas o campos familiares”.

Muchas de las personas mayores de 50 años que entrevisté eran renuentes a vincular estudios y vocación. En especial, los hombres cursaron estudios de abogacía, agronomía o administración con la finalidad de continuar la empresa familiar. Como dicen, “siempre hay algo familiar donde insertarse: en el campo, en la consignataria del abuelo”. Las mujeres, como contará Teresa, estudiaban por si “planchaban” –es decir, por si no encontraban marido–. También me resultó llamativo que la mayoría destacase la escasa calidad académica de los colegios que eligen, pese a sus cuotas elevadísimas. Muchos dicen haber constatado, ya en la universidad, que sus conocimientos no eran mayores a los de la media de los alumnos. También dicen saber que existen otras escuelas “mejores”. Si bien el idioma inglés formaba parte de la currícula de las escuelas seleccionadas, los entrevistados privilegiaron otras características a la hora de elegir.

Esto cambia para las nuevas generaciones. Quienes hoy tienen 30 años e hijos en la escuela resaltan la calidad de la educación recibida –muchas veces en los mismos colegios que sus padres no consideraban mejores que la media– y realizaron estudios universitarios que prioriza-ron satisfacer una vocación. Para estas generaciones, la fragmentación educativa (Tiramonti, 2004) en “la sociedad del conocimiento” (Tedesco, 2000) es una realidad, y defienden la escuela que eligieron sus padres para ellos, y a la que ahora asisten sus hijos, como mejores que otras. No las llaman “escuelas de excelencia”, pero en nuestros diálogos trazan una cartografía de instituciones donde las sitúan muy por encima del promedio.

Sin embargo, abuelos, padres y nietos coinciden en que los colegios no se eligen en función de un supuesto nivel académico y en que no es necesario que allí la enseñanza del inglés sea excelente: las escuelas a las cuales asisten son aquellas que “fundamentalmente forman en valores” (“la familia” y tradiciones vinculadas a la educación católica) y por eso mismo difieren de las escuelas de excelencia bilingües. La escolarización no se asocia con un sentido credencialista. No parece necesario tener un título para conseguir un trabajo, ganarse la vida o “ser alguien”, tampoco para la “realización personal” –sentidos constantes en la relación entre clases medias o sectores populares y educación (Veleda, 2012, Cerletti, 2014)–. En algunos casos, el estudio está naturalizado; en otros, simplemente es un reaseguro “por las dudas de que lo llegues a necesitar aunque en un futuro cercano no trabajes de eso”.

* Siglo XXI

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