Billetera mata consenso
Era otro Tucumán. Más oscuro. Menos autos. Casi la misma geografía. El tránsito era mucho más fluido, pero tenía los mismos embudos. Los padres de ese pasado reciente, hoy son los abuelos de este presente. Son los mismos, pero distintos. En cambio, los improperios que decían en los 80 son los mismos que los dichos en 2016. Son las 7.15 de la mañana y el tucumano del siglo pasado o el de este inevitablemente se demorará. El objetivo es simple: hay que llegar al centro. Hay que pasar la vía. Viniendo desde el oeste, los automovilistas que circulan por 24 de Septiembre saben que lo harán por abajo de los rieles. Los que van por San Juan no tienen dudas de que irán a los saltos. Y, los que eligen la avenida Sarmiento pasarán por arriba sobre el cóncavo puente. Una vez que han logrado pasar se encuentran bufando y con la sensación de que la ciudad es un gran obstáculo y no una amable y mullida alfombra por la cual tienen que deslizarse.

Pasaban los días y al tucumano que llevaba sus niños a la escuela o que iba a trabajar todas las mañanas les esperaban los mismos tropezones. Era inevitable chocar contra el “cinturón ferroviario” como empezó a denominarse a la vía que se acuesta a lo largo de calle Suipacha, entre 24 de Septiembre y avenida Sarmiento. Al mediodía la historia se repetía. El laberinto ahora pasaba por Santiago y no por San Juan. Pero la película terminaba igual.

Las incomodidades del tránsito tenían una solución que hasta los niños de jardín de infantes la sabían de memoria de tanto escuchar a los adultos: “hay que abrir la Mendoza y la Córdoba”. No hubo intendente ni candidato a gobernador que no viera votos en la apertura de ese cinturón. La marketinera gestión de Julio César Aráoz vio allí una veta. Lo llamó al entonces presidente Carlos Menem y le pidió que le ayudara a abrir las calles Mendoza y Córdoba. Los tucumanos iban a sonreír, pero apenas hicieron una mueca. Sólo consiguió que se pudiera pasar por la calle Charcas en El Bajo, donde también se hacía un embudo para los que querían ir al viejo aeropuerto y, tiempo después, a la nueva terminal de ómnibus.

La mimada intervención federal no pudo. Fracasó en el intento. Luego vinieron discusiones. Los ferroviarios se cerraron en la posibilidad de autorizar el paso. Intentaron convencerlos funcionarios provinciales, nacionales y municipales. No pudieron. El gobernador Ramón Ortega no consiguió nada. Sus principales adláteres tampoco lo entusiasmaban porque si las calles se abrían el beneficio podía llevárselo el intendente bussista Rafael Bulacio. El concejal radical José Luis Avignone llegó a proponer que dos horas a la mañana y otras tantas a la tarde se permitiera el paso de los autos. Nadie le llevó el apunte. “Es otra tontera de ‘Quiosquito”, repetían. Antonio Bussi fue sentado por el voto de los tucumanos en el sillón de Lucas Córdoba y también falló en el intento.

Limpió el lado este de la vía, sacó el viejo murallón de hierro, hizo canchas de básquet y mejoró las veredas del lado oeste de calle Marco Avellaneda. Algunos funcionarios empezaron a hablar del Puerto Madero tucumano y de los negocios inmobiliarios que se harían en la zona. Esa gestión se fue sin pena ni gloria. Llegó Julio Miranda y muchos de los “sijulistas” se entusiasmaron con la idea del Puerto Madero comarcano. Otro fracaso más. El gobernador gremialista no logró convencer ni a sus compañeros de rubro ni al presidente de emergencia Eduardo Duhalde.

José Alperovich llegó y no le importó durante la primera década. La apuesta eran los cordones cunetas y las soluciones habitacionales. Tampoco lo convencía que el beneficio político lo terminara usufructuando Domingo Amaya. Sobre el final de la gestión y en la desesperación por realizar obras que transmitieran votos, surgió la idea. La dilapidación de plata nacional y provincial encontró una salida. La plata fue mágica. Superó todas las mezquindades humanas y políticas y se construyeron los túneles por los que los tucumanos van a poder transitar con dirección oeste-este como siempre lo añoraron.

En las próximas horas los padres de entonces y los abuelos de ahora van a encontrar otra forma de llegar al centro o de volver a sus casas. Una obra aparentemente sencilla costó por lo menos 40 años de idas y vueltas. Inevitablemente será una obra sospechada porque el puntapié inicial lo dio José López, emblema y abanderado de la corrupción kirchnerista. No obstante, será una de las obras trascendentales para la capital. Traerá sonrisas y entusiasmo siempre y cuando las tormentas no hagan de las suyas.

El tránsito, que se ha convertido en un jeroglífico difícil de descifrar, tendrá algunas claves para encontrar el alivio.

Han pasado y muerto generaciones que no han podido ver este pequeño, pero gran, paso en la vida ciudadana. Si eso ha ocurrido ha sido por la impericia política y por la incapacidad de los diferentes actores que no han podido pensar en los pobladores del futuro. Egoístas unos, mezquinos otros, ambiciosos algunos más pero todos responsables de poner trabas en la rueda en vez de manos a la obra. Una enseñanza que el presente nos permite reflexionar para los proyectos que vendrán.

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