A 50 años del Instituto Di Tella

A 50 años del Instituto Di Tella

Filósofo del arte, pero aún más que esto, incisivo pensador, su obra intelectual y su acción propulsora como agente de la cultura trascendieron el plano nacional. En su país trató de hacer todo lo que pudo, con sus más renovadas fuerzas, que no fueron siempre bien interpretadas. Gozó en vida una “popularidad al revés”. Del hombre temido, del enemigo de lo ortodoxo, del iconoclasta porque sí, del gran burlón que descree de los altares

11 Septiembre 2016

Por J. M. Taverna Irigoyen - Para LA GACETA - Santa Fe

Si hubiera que parangonar su acción-figura con la de algún otro gran protagonista de la cultura argentina, seguramente emergería el nombre de Victoria Ocampo. Sí, como ella, Romero Brest fue para una gran e ignorante mayoría, el reverso de lo que en realidad era. Un fervoroso del arte vivo, un emocionado consumidor de la belleza nueva (cuando ritma con la inteligencia), un lúcido descifrador de lenguajes, épocas, corrientes y movimientos, más allá de los marginadores hitos de la historicidad.

De franqueza descarnada, ingenioso y agudo en el humor, penetrante en las definiciones y los análisis, admitía y respetaba sin embargo el disenso (”Yo siempre he estimado a los pensadores a quienes me opongo”). Quizá porque era un cerebro en permanente evolución, que amaba el cambio como sinónimo de vida, de turbulencia, de acción generadora de otras acciones. .. Por ello no toleraba a los artistas que terminaban imitándose a sí mismos, o a los manieristas que se expresaban a la manera de.”Cuando los mejores se estereotipan, los dejo y paso a los otros; así voy armando el tendal, inclusive de los que defendí. Un crítico no es un señor que se casa con nadie. Cuando Marta Minujin comience a hacer pavadas, seré el primero que la va a hundir”.

¿Qué criterios seguía Romero Brest para analizar una obra, para ubicar a un artista? ¿Qué pedía de ellos para rotularlos como interesantes?: “Una cierta calidad objetiva, que no fuera un simple remedo tardío de los movimientos europeos”. Quizá por ello, cuando apareció la TV con su baño lustral, se entusiasmó particularmente. Y en tal tesitura y conviniendo con Mac Luhan en que el medio es el mensaje, se embanderó con los soportes de la era tecnológica y pronosticó aquélla tan cuestionada muerte del cuadro de caballete. Pero R.B. no decía las cosas porque sí, para escandalizar al burgués. Las decía, fundamentalmente, porque las respiraba de tal manera o a veces –por qué no- para presentir, sin imposturas de futurólogo, que ciertos procesos habrían de devenir como consecuencia de determinadas causas sociales o conceptuales.

“Coincido con Mondrian –decía con frecuencia-, cuando el hombre sea feliz, el arte no tendrá razón de ser. Yo me pregunto, ante los happenings, si no estamos asistiendo a ese final. No hay un hombre feliz, pero hay un hombre libre; cuando está más alienado, ve la posibilidad de la desalienación por el arte, claro está. No lo puedo probar. Digo muchas cosas que no puedo probar”. Aunque escribiera, fundamentadamente, muy claras y proféticas teorías sobre esto o aquéllo. Y se enfervorizara en la búsqueda interpretativa de determinadas postulaciones y giros de la estética. Porque siempre era un hombre que, desde la vida, miraba al arte. Y no en sentido contrario. De ahí que siempre antepusiera las ideas de una conducta o de una posición humanas, a los cánones inmodificables de un tiempo artístico. “Al salir del MoMA de Nueva York -me confesó una vez- me detuve en las escalinatas. Tenía la cabeza confusa, pero al divisar un grupo de hippies sentados, se me aclaró el pensamiento. Lo importante, el futuro, estaba en esos muchachos…”

Hitos de una trayectoria

Desde la época de Argentina Libre y de La Vanguardia -entre 1939 y 1943, en que ejerció activamente la crítica periodística- su palabra se convierte en herramienta desbrozadora. Pero no para destruir o zaherir, sino para separar el trigo de la paja. Trabaja incansablemente, no solo desde la cátedra, sino también dictando cursos y conferencias en Chile, México, Uruguay, Cuba, Puerto Rico, Venezuela; fundando instituciones tan entrañables como aquella Ver y Estimar, que marcó todo un concepto de la pedagogía de la estética en el país.

Escribe y piensa, piensa y escribe sin solución de continuidad. Y mientras coordina con José Luis Romero la editorial Argos y alimenta en espíritu la aparición de las primeras revistas de artes plásticas en la Argentina, publica una notable cantidad de obras, casi sin excepción, de una irreprochable hondura de juicio. Bases para una dilucidación crítica, El problema del arte y del artista contemporáneo, Pintores y grabadores rioplatenses, Historia de las artes plásticas (cuatro volúmenes que aparecieron a mediados de la década del 40), La pintura brasileña contemporánea, Qué es el cubismo, Qué es el arte abstracto, La pintura europea hoy.

Sin embargo, le apasiona organizar, estimular grupos, idear estructuras artísticas, movilizar públicos para la recepción activa, más allá de la contemplación. Es en esta faz que R. B. lidera pequeños contingentes de estudiosos: la Academia Altamira, la época de la librería Fray Mocho, los cursos del Colegio Libre de Estudios Superiores, la ya citada Ver y Estimar, donde se forman figuras como Damián Carlos Bayón, Samuel Oliver, Alfredo Hlito, entre tantos más. Su opinión valorativa, su discurso alerta e inconformista, su juicio vertical, marcan todo un tiempo decisivo del arte argentino. Y a ello se suma, de una manera formidable y seguramente hoy más comprendida y valorada que ayer, su acción institucional. Director del Museo Nacional de Bellas Artes, modificó en gran medidas viejas prácticas y concepciones de organización museológica. Y desde 1955 en que entró como interventor, hasta 1963, en que se alejó por renuncia del cargo definitivo, alentó el arte del país y promovió el intercambio a nivel internacional de artistas y mercados.

Sin embargo, fue el Instituto Di Tella, cuyo departamento de artes visuales impulsó con denodados bríos, una de sus obras más entrañables. Desde allí, contra viento y marea, se empeñó en difundir las vanguardias y ciertas corrientes de arte experimental, ganándose un alto prestigio en el exterior y una masa incontable de detractores en su país. Grandes muestras de artistas de nivel internacional, los Premios Di Tella e incontables panoramas de arte argentino y latinoamericano, jalonaron esa siembra.

Un agitador

Al cumplir los 70 años, un grupo de amigos, discípulos y admiradores de su entrega formativa decidieron editarle un libro con sus observaciones últimas. Recuerdo que me confiaba, antes de terminar el original, cierta indecisión para incluir a éste o aquél artista, dentro de una selección de los más potables, los menos contaminados, los no tan talentosos pero más conceptuales. A cierta altura, con una distancia determinada y una experiencia sin retaceos, le resultaba difícil obviar las fisuras, desoír los tartamudeos, dejar de ver ciertas endebleces inocultables: aún para los grandes (y por ello mismo…)

Su último libro, La estética y lo estético, aparecido un tanto premonitoriamente en 1988, resumió muchas de sus convicciones sobre la belleza como materia y substracto de la idea. No obstante, y casi como picardía permisible, la fundamentación final de esta tesis la daría en una próxima obra que no alcanzó a plasmar.

Jorge Romero Brest se definía a menudo como un político del arte, un agitador. Tal su manera de considerar una suerte de valoración social de la obra. Sin embargo (y él mismo lo reconocía así), era un gozador, fuera de toda ideología y de todo posicionamiento, por lo mismo que hacía juicios de valoración contemplativa. A las ideas las dejaba crecer hasta que murieran por sí solas, como una evolución perceptiva de todo producto humano. “Nunca tuve ideas claras y definitivas sobre el arte -se atrevió a reconocer más de una vez- y ni aún cuando escribí el libro las tenía. Imagínense: no me atreví a hacer uno sobre el pop, que en su momento hallé feliz…”

© LA GACETA

J. M. Taverna Irigoyen - Miembro y ex presidente de la Academia de Bellas Artes.

PERFIL

Jorge Romero Brest (Buenos Aires,1905-1989) fue profesor de Estética de la UBA y de Historia del Arte en la Universidad de La Plata; miembro asociado del Museo de Arte Moderno de Nueva York; vicepresidente del Bureau de la Asociación Internacional de Críticos de Paris; director del Museo Nacional de Bellas Artes; presidente de la Asociación Argentina de Críticos; autor de numerosos libros. Dirigió el Departamento de Arte del Instituto Di Tella desde 1966.

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