La profanación de los símbolos de la argentinidad está completa

La profanación de los símbolos de la argentinidad está completa

Al final, las monjas ayudaron a meter dentro del convento de General Rodríguez los millones de dólares que acarreaba José López, el hombre fuerte de la obra pública “K”. Esa imagen, la de miembros del poder espiritual asistiendo a quienes formaron parte del poder terrenal en el vulgar delito de esconder dinero robado, tiene una trascendencia abrumadora. La profanación de los símbolos concurrentes en la construcción identitaria de la argentinidad ya está completa. No queda ya nada más por mancillar. A esa certeza asistimos justo en los días siguientes a la celebración de los 200 años de la Declaración de la Independencia. Justo en la primerísima semana de la Patria bicentenaria.

No fue, sin embargo, lo más significativo.

Tampoco lo fue la noticia de que López baila desnudo y grita el nombre de José Alperovich. Debajo del ridículo (que estalló en toda clase de chistes orales y chanzas a través de las redes sociales), hay un preso que se extraña no por danzar sin ropa, sino por el hecho de que el senador por Tucumán no vaya a visitarlo. Loco o cuerdo, lo de López es sensato: el ex gobernador era tan cercano al ex funcionario encarcelado que, el 22 de mayo de 2014, se negó a “cerrarle la puerta” a la candidatura de López a la gobernación: “José es un tucumano que en estos años ayudó mucho a la provincia. Hay que ser agradecido por todas las manos que nos ha dado”.

Que en las cajas de seguridad de Florencia Kirchner encontraran casi 5 millones de dólares (otro grotesco que movió a la hilaridad en las charlas reales y en los intercambios virtuales) tampoco ha sido lo medular, a pesar de que esa situación encarna una esencialidad que no es menor: el kirchnerismo (que no inició la degradación del capital simbólico de esta Nación, pero que sí lo aceleró y lo completó) también ha depravado lo que simbolizaba el kirchnerismo.

Lo verdaderamente sustancial en esta trágica semana es que los argentinos (la mayoría de ellos, por si incomoda admitir que lo hicimos todos) rieron con el caso de las monjas. Rieron largamente, como lo hicieron con el caso de Florencia Kirchner, hija de la ex presidenta Cristina Fernández, y como en el caso de José López, hermanado políticamente con Alperovich, a pesar de ser hechos de naturalezas distintas.

Esa carcajada colectiva debe ser advertida no para ser censurada, sino para ser interpelada. ¿Cómo es posible que nos causen tanta gracia estas tragedias simbólicas?

Es posible porque tenemos otra religión, dentro de la cual todo ello se explica.

El valor

El capitalismo como religión es el título de un fragmento póstumo de Walter Benjamin que Giorgio Agamben rescata en una serie de ensayos vitales, reunidos en el libro titulado Profanaciones

El capitalismo como religión de la modernidad está definido por tres características, dice el filósofo italiano:

• Es una religión cultual, de culto, y quizás la más extrema y absoluta que haya existido. Todo en ella encuentra significado no respecto de un dogma o de una idea sino solamente en tanto rinde culto al capitalismo.

• Este culto es permanente. Es la celebración del culto al capitalismo sin tregua y sin respiro: los días de fiesta y de vacaciones no interrumpen el culto. Más aún, no hay un carnaval que nos distraiga del capitalismo aunque sea por unas cuantas jornadas.

• El culto capitalista no está dirigido a la expiación de una culpa, sino que está consagrado a la culpa misma. “El capitalismo -dice la cita de Benjamin- es quizás el único caso de un culto no expiatorio, sino culpabilizante...”. El capitalismo universaliza la culpa hasta “capturar finalmente al propio Dios en la culpa... Dios no ha muerto, sino que ha sido incorporado en el destino del hombre”.

Que el capitalismo haya sido elevado a la categoría de religión de la modernidad ayuda a entender con menos dificultad su capacidad para crear instituciones que se replican. Basta observar un convento convertido en un banco, con criptas anheladas como bóvedas, para dimensionar la idea.

En esta nueva religión, una de las creaciones que merece veneración es el dinero, aunque a esto lo había advertido, antes que Benjamín, el olvidado Georg Simmel. El sociólogo alemán describió la evolución del dinero (originariamente estuvo atado a su materialidad originaria -la moneda valía lo que el metal en que estaba acuñada-, para pasar a ser un signo, para luego ser un código universal de valor y, finalmente, para ser valor él mismo). Si todas las cosas pueden comprarse con dinero, lo que las monjas de General Rodríguez metían afanosamente al convento no era dinero sino el valor que representa a todas las cosas posibles de ser adquiridas. Ese valor, por tanto, ya no es medio, sino fin.

Luego, los símbolos profanados con dinero fueron considerados procesos anormales, pero ya no resultaron monstruosos. En esta nueva religión, esta manera de rendir culto al capitalismo resultó violatorio de las leyes de los hombres, pero de ninguna manera fueron violatorios de las leyes de esta nueva naturaleza que es el capital. Los monstruos son abominables. Los anormales -para tomar la sentencia de Foucault- nos resultan, en cambio, tan familiares...

De lo antinatural no podemos reírnos. De lo que es familiar, sí.

En esa lógica capitalista se resignificaron profanamente los trascendentales poderes legislativos, algunas imprescindibles organizaciones de derechos humanos, los esenciales poderes judiciales, los necesarios partidos políticos, los indispensables poderes ejecutivos y, como consecuencia de todo ello, las trascendentales formas representativas, republicanas y federales de gobierno.

El show

Hay algo de verdadero en nuestros símbolos profanados y falseados que aún los mantiene prendidos, aunque no vigentes. Al menos no en el más rotundo sentido de la expresión.

Somos cantadores del Himno hasta las lágrimas acaso por la culpa universalizada que nos administra un sistema mediante el cual todos seremos plenamente argentinos (es decir, iguales en nuestra condición) sólo mientras dure la canción patria. Ni por un segundo más.

Lo mismo ocurrirá con la selección nacional de fútbol. Durante 90 minutos, todos nos sentiremos triunfales o frustrados por una colectivísima razón. Y semejante comunidad de sentimientos no se sentirá sino hasta el próximo partido.

Otro tanto acontecerá con la misa: todos seremos iguales en el momento de darnos la paz, pero después a muchos ya no les importará si “contigo” tiene paz. Ni siquiera si tiene para comer.

Cuando se extingue ese lapso “verdadero” en que el símbolo se despliega, y se toma distancia de él, se advierte que los símbolos también han sido profanados porque no son vividos en la intimidad sino que son experimentados como un show. El fervor de ser argentinos sólo es un show en un estadio o frente al televisor cuando juega una Selección largamente profanada por el dinero. El show ha sido llevado al plano de la religiosidad con las filmaciones de las no tan enclaustradas ayudantes de López. A la Patria (a lo que sea que cada uno entiende por patria) la celebramos, todos juntos, en un desfile que es un show donde civiles y militares también caminan juntos…

La carta

La profanación completada durante el Bicentenario demanda acumular un nuevo capital simbólico, nuevas banderas, urdidas con valores que sean de todos. No de un solo sector, ni de una sola ideología, ni de una sola religión. Haber cumplido 200 años determina que ya tenemos edad para reconocer, en lo que se pretende universal, lo valioso y lo que no lo es.

El kirchnerismo ha tenido políticas sumamente valiosas, que no pueden ser desechadas en nombre de demonizar todo el kirchnerismo. Que sus líderes se hayan presentado como la dialéctica del capitalismo, cuando sólo encarnaban el enriquecimiento escandaloso (la Justicia dirá si también ilegal) de los que gobiernan un pueblo pobre, no invalida los logros por los que fueron tan masivamente respaldados en las urnas. El legado del valor de la persona del catolicismo es imperecedero para la humanidad y no puede ser subestimado por el proceder disvalioso de algunos de sus representantes, sean estos religiosos o –fundamentalmente- laicos.

Por lo mismo, así como no todo debe ser “antikirchnerismo” ni “anticatolicismo”, tampoco puede ser “todo kirchnerismo” ni “todo catolicismo”.

El filósofo tucumano Santiago Garmendia recordó, mientras reflexionaba sobre la construcción de los valores ciudadanos y el capital simbólico de la patria, las Cartas a un amigo alemán, escritas por Albert Camus.

Me decía usted: “La grandeza de mi país no tiene precio. Cuanto contribuya a llevarla a cabo es bueno. Y en un mundo en el que ya nada tiene sentido, quienes como nosotros, los jóvenes alemanes, tienen la fortuna de encontrarle uno al destino de su nación, deben sacrificárselo todo”. Por aquel entonces contaba usted con mi cariño, pero en eso me distanciaba ya de usted. “No”, le decía yo, “no puedo creer que haya que supeditarlo todo a la meta perseguida. Hay medios que no se justifican. Y me gustaría poder amar a mi país sin dejar de amar la justicia. No deseo para él cualquier tipo de grandeza y menos todavía la de la sangre y la mentira. Quiero que la justicia viva con él y le dé vida”.

La Patria no requiere que hagamos cualquier cosa por ella. Demanda, en todo caso, que haya cosas que, por ella, jamás estemos dispuestos a realizar.

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