Cioran y la Argentina

Cioran y la Argentina

Fue uno de los grandes pensadores del siglo XX. “El mejor prosista francés”, según Jean Francois Revel. Creía que la vida se nos hace soportable gracias a la idea del suicidio. No fue un nihilista, sino un escéptico. Le interesaba la Argentina y particularmente algunos de sus escritores. Creía que América del Sur y Europa del Este reemplazarían a un Occidente en decadencia.

24 Abril 2016

Por Alina Diaconú - Para LA GACETA - Buenos Aires

Tuve la fortuna de conocerlo, de vernos cada vez que yo iba a Francia, conversando largas horas en su bohardilla de la calle Odéon. Había nacido el 8 de Abril de 1911 en el pueblo transilvano de Rasinari. Fue el mejor prosista francés, según Jean Francois Revel; y el más importante estilista, en la opinión de otros intelectuales de esa generación.

En nuestros encuentros, hubiésemos podido charlar en rumano, pero lo hacíamos en francés, ya que él quería conservar a ultranza la pureza del idioma que había adoptado a lo largo de más de 60 años de su vida.

Escribí mucho sobre él, lo extraño enormemente, pero cada 8 de Abril y cada 20 de Junio, -fechas que marcan su paso por este mundo- me asaltan con vehemencia los recuerdos.

Como yo siempre llegaba desde Buenos Aires, había en nuestras charlas referencias a la Argentina y a su gente.

A Cioran le interesaba mucho Borges, cuya obra había conocido gracias a la versión francesa de Roger Caillois. Su opinión sobre Borges está vertida en una famosa carta a Fernando Savater (su primer traductor al castellano) publicada en el libro Ejercicios de admiración (Gallimard, 1977). Allí, Cioran lo retrataba a Borges como el último de los delicados. Y sobre su obra, decía lo siguiente: Profundidad y erudición no van juntas; él (Borges) había logrado, sin embargo, conciliarlas. Es aquí donde aparece la superioridad de Borges, seductor como nadie, que consiguió darle un toque impalpable, aéreo, como de ‘encaje’ a cualquier cosa, hasta al razonamiento más arduo.

Y sigue más adelante: El juego de Borges recuerda la ironía romántica, la exploración metafísica de la ilusión, el malabarismo con lo Ilimitado.

En París, Cioran había tratado también a Victoria Ocampo. Era un admirador de Porchia y le gustaba la poesía de Roberto Juarroz. Sabía de Alejandra Pizarnik, de su obra y de su historia de vida. Lamentaba no haberla conocido personalmente y acerca de ella me escribió una vez: Alejandra vivió en mi barrio, más exactamente en la calle Saint-Sulpice. ¡Cuántas veces me habré cruzado con esa desconocida que arrastraba una desesperación que yo comprendo tanto!

Cioran tenía ojos azules, un mechón gris le caía sobre la frente. Era jovial, afectuoso y compasivo. No fue un nihilista (como muchos sostienen), sino un escéptico. Un devoto de Pirrón, como él mismo reconocía. Estaba casi orgulloso de ser apátrida por elección, por la extraordinaria libertad que le daba ese “status”, esa condición. Filosóficamente hablando, creía que la vida se nos hace soportable gracias a la idea del suicidio. Por lo tanto, era muy sensible al tema y lo afectaba la decisión de aquellos que habían optado por ese final. Siempre que nos encontramos, me mencionaba a Abel Posse, a quien valoraba enormemente como persona y como escritor, y cuyo hijo, Iván, se había suicidado a la edad de 15 años. Cioran se conmovía con ese caso cada vez que lo traía a colación.

En su estremecedor libro Cuando muere el hijo, Posse dice lo siguiente: Mi amigo Cioran, que merodeó el suicidio y prefirió finalmente la tinta a la sangre, anotó en su tractat sobre el tema que el suicidio puede ser más una tentación que un acto de voluntad. Es como asomarse al abismo y ceder al vértigo en vez de saltar hacia la pared.

Melancolía tanguera

Me acuerdo que, en una de nuestras charlas en París, Cioran me contó una anécdota que le había pasado hacía poco tiempo: parece que un amigo lo había llevado al Teatro de las Naciones a ver un espectáculo de Tango argentino. Y que, en un momento, el público le podía enviar -por escrito- pedidos a la orquesta. Cioran le mandó una esquela, rogándole “Un peu plus de mélancholie!”. Por esa razón -la melancolía-, le gustaba tanto el tango y tenía predilección por Naranjo en flor; decía que hasta Buda podía haber escrito esa letra. Me recitó , entre sonrisas cómplices: Primero hay que saber sufrir, después amar , después partir y al fin andar sin pensamientos.

Fanático de España, Cioran entendía el castellano. Su fervor, según me contó, arrancaba de un viaje en tren que había hecho desde Rumania, en tercera clase, en su juventud, cuando un campesino español subió con un gran bulto como equipaje, que dejó caer al piso, mientras exclamaba: “¡Qué lejos queda todo!”

Desde entonces él adoró ese país: Amo el genio fracasado de España, sostenía. España es el único país que quiero. También le fascinaba, por lo inalcanzable y lejana, la Patagonia.

Una vez me contó que en la casa de una francesa muy poderosa había conocido a un argentino que se dedicaba a la venta de diamantes. Ese hombre había ido a la India por negocios y volvió completamente transformado. Ya no le interesaban los bienes, ni el dinero y bregaba por el despojamiento. Ese argentino, no recuerdo su nombre -me confesó Cioran-, judío y muy muy rico, fue el único hombre que, hablando de los renunciamientos y de esas cosas, me dio la sensación de ser sincero. Fue el único que, en esos asuntos espirituales, no hacía trampa.

En la primera entrevista que le hice, en 1985, Cioran ya hablaba de la “agonía” de todo el Occidente europeo, del agotamiento de Francia, de países europeos “ya gastados” y me expresó su fe en Latinoamérica: Según mi opinión no es América del Norte sino América del Sur y los países de Europa del Este los que reemplazarán a Occidente. Esos países tienen algo por lo cual luchar.

La vitalidad de un pueblo

Cuando yo le enumeré los problemas políticos de la Argentina en aquellos tiempos, me dijo: El problema político no es un problema eterno, es engorroso, pero no tiene nada que ver con la vitalidad de un pueblo. Lo que salva a un pueblo es su vitalidad.

La vitalidad de su persona y de su pensamiento es la que pervive hoy en mi memoria y, gracias a sus libros, en todos sus lectores.

E.M. Cioran nació en un pueblo montañés de Rumania en 1911 y tras hundirse en las tinieblas de la desmemoria, producto del mal de Alzheimer, abandonó París y este mundo el 20 de junio de 1995. Cuando fui al cementerio de Montparnasse, en vano busqué su tumba. No la pude encontrar. Como si se hubiese escondido a propósito, para alimentar sus juegos paradojales y sus ironías. Me aseguraron que su cuerpo descansa allí… Espero que así sea, y que en la perplejidad de la muerte haya encontrado la paz.

© LA GACETA

Alina Diaconú - Escritora de origen rumano residente en la Argentina.

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