Una Sociedad de espaldas a la muerte

Una Sociedad de espaldas a la muerte

Vivimos una época la que nos exigen ocultarla, pensar en otra cosa. La literatura nos ofrece un camino para eludir el tabú. Entre los argentinos, Juan Gelman, Abel Posse, Silvia Molloy, Mauro Libertella y Marta Dillon nos proporcionan textos con diversos enfoques.

02 Agosto 2015

Por Salvador Marinaro

PARA LA GACETA- SALTA

Como decía Jorge Manrique, la muerte iguala a los reyes de antaño con los pastores del siglo XV, equipara no sólo a los poderosos, los humildes y a los personas de todas las eras. En el momento de mayor desarrollo médico de la humanidad, la conclusión de la vida es tan irreversible como lo fue hace 20 siglos atrás. Sin embargo, eso no significa que las actitudes de la sociedad ante la muerte y, sobre todo, la muerte de un ser querido, sean las mismas a lo largo de las épocas.

Ya el historiador francés Philippe Ariés, destacó que las formas de pensar el deceso habían cambiado al mismo ritmo que lo hacía la sociedad y la economía europea. Sugirió que el duelo sufría cambios lentos, influenciados por la religión y las modificaciones en la familia. Como es de prever, sugirió que durante el siglo XX asistíamos a una nueva manera de considerar la muerte: ocultarla.

El antropólogo inglés Geoffrey Gorer advirtió esta censura. A partir de la defunción de su hermano sintió que todo su entorno le insistía en que “pensara en otra cosa” como si la posibilidad de la muerte debiera ser alejada con rapidez. Esta hipótesis fue mencionada por el sociólogo alemán Norbert Elías cuando vio que los moribundos estaban cada vez más solos.

Si bien el duelo ha ido perdiendo su lugar en la sociedad (llegan noticias de cementerios europeos en crisis económicas y hoy un largo duelo es visto como parte de otra época), su centralidad en la literatura no ha decaído. Son muchos los ejemplos de escritores que narraron la muerte de sus familiares, como A salto de Mata. de Paul Auster o el Diario de duelo. de Roland Barthes.

Abordaje argentino

En el caso argentino, las formas de pensar el duelo se modificaron de acuerdo con los vaivenes políticos de las últimas décadas. Sin ir más lejos, desde la recuperación de la democracia, el desaparecido ocupó un lugar fundamental para la política y la literatura. La muerte violenta y el ocultamiento del cuerpo por parte del Estado, imposibilitaban un rito de velación que quedó expresado en grandes textos literarios, como aquellos versos de Juan Gelman: hasta que no vea sus cadáveres / o a sus asesinos, nunca los daré por muertos.

Acompañando estas transformaciones, aparecieron en los últimos años una serie de libros que problematizaban la relación del vivo con aquel que ya no está, desde el libro Cuando muere el hijo, de Abel Posse, hasta la más reciente crónica de la periodista Marta Dillon.

Mi libro enterrado, de Mauro Libertella atraviesa la memoria de su propio padre, el escritor Héctor Libertella, en busca de los breves retazos que echen luz sobre el fin de la vida. Se trata de una crónica sobre la decadencia de un cuerpo, pero también el descubrimiento de la literatura ante la muerte del padre escritor.

Esta construcción de pequeños capítulos, narraciones y anécdotas, se repite en Desarticulaciones, de Silvia Molloy. Si bien no es el retrato de una muerte, sí lo es sobre la deconstrucción de un sujeto querido, que padece mal de Alzheimer, y un homenaje de la autora ante aquella conciencia que se va apagando: una lenta despedida.

En relación a todos ellos y marcando una profunda diferencia, la publicación del libro Aparecida, de Dillon, retrata la búsqueda de la autora del cadáver de su madre secuestrada y asesinada durante la última dictadura. La aparición del cuerpo, recuperado gracias al Equipo Argentino de Antropólogos Forenses, conlleva las preguntas sobre el rol de la memoria y la posibilidad de un duelo interrumpido por 40 años.

Este creciente retrato de la muerte de un familiar parece desarrollarse en otras literaturas hispanas, como La hora violeta, del español Sergio del Molino, o Lo que no tiene nombre, de la colombiana Piedad Bonet. Si bien es posible que el lugar de la muerte haya cambiado en los últimos años, la literatura sigue apelando al “tabú de la modernidad” como lo llamó Gorer. Quizás estas memorias sean la necesaria respuesta ante una sociedad que admira el colágeno, la piel tersa y la indiferencia ante la muerte.

© LA GACETA

Salvador Marinaro -
Escritor y crítico literario.

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