9 de Julio: una guerra de cronologías en vísperas del Bicentenario de la Independencia

9 de Julio: una guerra de cronologías en vísperas del Bicentenario de la Independencia

09 Julio 2015

MARCELA TERNAVASIO

UNIVERSIDAD NACIONAL DE ROSARIO / CONICET

En la escuela argentina circuló siempre una pregunta incómoda que los maestros no lograban (y aún hoy no logran) responder con certeza: ¿por qué existen en el país dos celebraciones patrias –el 25 de Mayo y el 9 de Julio- y qué es lo que distingue a una festividad de la otra? La primera parte del interrogante es, por lo general, fácilmente resuelta. Los educadores –y cualquier persona medianamente culta- saben que la celebración del 25 de Mayo conmemora la formación de la primera Junta de gobierno provisional creada en Buenos Aires en 1810 y que la del 9 de Julio evoca la firma del Acta de Independencia por parte de los diputados constituyentes reunidos en la ciudad de Tucumán en 1816. Pero el problema se presenta en el segundo enunciado de la pregunta: responder cuáles son los significados que distinguen a ambas efemérides resulta más difícil porque se trata de un proceso histórico complejo que todavía hoy despierta encendidos debates entre especialistas del tema y diversos actores que hacen oír su voz en el espacio público.

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En los últimos días hemos visto en los periódicos algunos ejemplos de tales debates. En vísperas del Bicentenario de la Independencia la polémica se reactualiza para instalarse, en algunos casos, en un registro que busca definir cuál de las dos efemérides es la más emblemática de nuestra historia patria. Los argumentos invocados animan viejas controversias, tales como la identificación del 25 de Mayo de 1810 con una gesta netamente porteña, centralista y jacobina, y la del 9 de Julio de 1816 con una empresa “de amplio alcance nacional” concretada en una ciudad provinciana. La guerra de cronologías se reaviva así en un escenario en el que los actores participantes intentan, a veces, reivindicar una tradición localista de pertenencia, y en otras, aplanar el pasado a un presentismo político que poco contribuye a ilustrar –en el doble sentido que asume el término– a la opinión pública.

Deshilvanar, pues, la dificultad que impide dar una respuesta rápida a la pregunta planteada al comienzo implica despejar el camino de los lugares comunes que con mucho éxito reproducen algunos divulgadores y medios de comunicación masivos. Un primer dato a considerar es que esa guerra de cronologías no es nueva y que puede remontarse a los años inmediatos que continuaron a la independencia. El historiador Fabio Wasserman ha demostrado las ambigüedades experimentadas durante la primera mitad del siglo XIX para dotar de sentido a las dos fechas fundacionales. Los resultados de su investigación revelan un consenso bastante extendido entre los actores de aquella época en torno a los dos momentos del proceso: el primero signado por la crisis de la monarquía en 1808 que habría dado lugar al sentido de oportunidad aprovechado por la elite local; y el segundo, marcado por la acción de quienes promovieron la libertad e independencia tras tres siglos de opresión. Este segundo momento tendría como punto de llegada la Declaración de la Independencia en 1816, pero no se inscribía necesariamente en el punto de partida de 1810.

Este consenso inicial habría sufrido un giro significativo cuando Bartolomé Mitre dio forma definitiva a un relato histórico –por cierto muy exitoso- que colocó a la revolución como un “movimiento maduramente preparado”, protagonizado por una comunidad consciente de sus derechos y de sus propósitos y destinada a constituirse en una nación republicana y democrática. Mitre no sólo inscribía la Independencia de 1816 en el punto de partida abierto en 1810, sino aún más atrás, en tiempos coloniales, dándoles especial relevancia a las invasiones inglesas de 1806 y 1807. Aunque las fechas clave de la cronología propuesta por Mitre no eran novedosas, lo nuevo, en realidad, fue el intento de imponer una interpretación hegemónica que tenía por marco el proceso de construcción del Estado Nación y que buscaba borrar las ambivalencias e incertidumbres experimentadas entre 1810 y 1816, desplazadas luego de la Declaración de la Independencia a las representaciones que los propios protagonistas elaboraron de ese pasado reciente.

Pero se quedó, sin embargo, el problema de las cronologías. La secuencia 1806-1808-1810-1816 representó siempre un arco complejo por todo lo que se ponía –y se pone- en juego al dar significado a cada una de esas fechas. Privilegiar 1806-1807 implicaba reforzar la imagen de una gesta heroica criolla a la vez que encendía las disputas entre la capital y el resto de los pueblos al atribuirse la primera todo el protagonismo; detenerse en 1808 quitaba heroicidad a 1810 pero explicaba mejor las alternativas hasta 1816; colocar a 1810 como la fecha más emblemática permitía minimizar la dosis de contingencia que la hacía derivar de la crisis de 1808 pero devaluaba el acontecimiento que representaba la dimensión colectiva y deliberada de todos los pueblos –y no sólo de Buenos Aires- al declarar la independencia.

En la región

Puestas así las cosas hay un segundo dato a destacar: que las guerras de cronologías y la presencia de más de una efeméride vinculada al mito fundacional de las naciones no es patrimonio argentino, sino que forma parte de la agenda cívico-celebratoria de varios países hispanoamericanos. Sólo basta observar el calendario bicentenario en el que estamos inmersos para comprobar que desde 2009 se han desarrollado festejos en diversos países que volverán a festejar luego “otro bicentenario” coincidente con las declaraciones de independencia. No existe, pues, un acta en singular que pueda constituirse, en cada caso, en un punto de partida único e indiscutible del proceso de emancipación. A diferencia de los Estados Unidos de Norteamérica, donde el Acta de Independencia de 1776 representa un punto de partida irrebatible, en los países de la región vemos desfilar más de un documento fundamental.

Los intrincados laberintos construidos entre historia y memoria a lo largo de casi dos siglos reflejan en diversas regiones las mismas ambivalencias para dotar de sentido a sus fechas fundacionales.

En tal dirección, lo que los calendarios hispanoamericanos ponen en evidencia son distintas variantes revolucionarias dentro del tronco común hispánico y diversos tipos de independencias. Para el caso rioplatense, tales variaciones son elocuentes. En primer lugar, porque del virreinato del Río de la Plata surgieron varias décadas después cuatro estados naciones: Argentina, Bolivia, Uruguay y Paraguay. En segundo lugar, porque las actas de independencia de cada uno de estos estados fueron producto de situaciones muy diferentes. La Argentina, tal como se conformó en la segunda mitad del siglo XIX, no tuvo stricto sensu un acta de independencia, puesto que la del 9 de julio de 1816 declaró independientes a las Provincias Unidas de Sud América. Bolivia lo hizo el 6 de agosto de 1825 en nombre de las provincias del Alto Perú, para ofrendar tributo en su posterior denominación oficial a quien consideraron el protagonista de una independencia que se alcanzaba no sólo frente a España sino también frente a su anterior dependencia de Buenos Aires. En Uruguay, la declaración de la independencia de 1825 estuvo destinada a declarar la emancipación del Imperio del Brasil y la unión a las Provincias Unidas del Río de la Plata. Sólo tres años después, y producto del tratado de paz que puso fin a la guerra entre las provincias rioplatenses y Brasil, se creó la República Oriental del Uruguay. En Paraguay, si bien el acta de declaración de la independencia es muy tardía –data de 1842- y se elaboró en una coyuntura de conflicto con la Confederación Argentina dominada por la figura de Juan Manuel de Rosas, los mismos diputados paraguayos reunidos aquel año reconocían al suscribir el acta que “nuestra emancipación e independencia es un hecho solemne e incontestable en el espacio de más de treinta años” y “que durante este largo tiempo y desde que la República del Paraguay se segregó con sus esfuerzos de la metrópoli española para siempre; también del mismo modo se separó de hecho de todo poder extranjero”.

Cabe destacar que, en el horizonte mental de aquellos diputados, dentro de la categoría de “poder extranjero” se incluían no sólo las potencias europeas sino también el gobierno nacido en 1810 con sede en Buenos Aires. Si a esta diversidad de independencias le agregamos las que surgieron dentro de las unidades recién mencionadas –donde el caso paradigmático lo representa el territorio que conformó luego la República Argentina, dividido entre 1820 y 1853 en provincias autónomas reunidas bajo un laxo vínculo confederal– el cuadro de situación es, por lo menos, rico en vicisitudes y mutaciones.

¿Es oportuno, entonces, intentar “fijar” la fecha más emblemática o establecer una jerarquía entre ellas? Seguramente el camino más fértil sea reconocer las ambigüedades y zonas grises de los procesos históricos, admitir las incertidumbres de los actores y restituir una agenda de debate que, sin dejar de tener ecos en el presente, no aplane el pasado a una suerte de vulgata interesada en crear líneas históricas destinadas a legitimar intereses políticos del momento. Fijar una fecha según una grilla clasificatoria que traza antinomias tales como jacobinos-conservadores, centralistas-federalistas o porteños-provincianos no hace más que banalizar el drama experimentado por los actores hace doscientos años y exacerbar visiones maniqueas que no colaboran a entender ni el pasado ni el presente.

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