El guardián del pueblo fantasma

El guardián del pueblo fantasma

Por Simón Romero / The New York Times

22 Mayo 2015
Shigeru Nakayama, el guardián de esta ciudad fantasma en el bosque tropical del Amazonas, dirige la mirada al río Negro, vasto tributario de agua negra. Desde algunos ángulos, parece menos río y más mar, impulsándolo a recordar Japón.

‘’Fukuoka se ponía medio frío durante el invierno’’, dijo Nakayama, de 66 años, quien dejó la isla de Kyushu en el sur de Japón con sus padres y tres hermanos a mediados de los 60, en pos de una vida nueva en Brasil. ‘’Eramos agricultores, intentando salir adelante. Japón estaba reducido a cenizas después de la guerra. La vida aún era dura’’.

‘’Sin embargo, Brasil fue la tierra de nuestros sueños’’, dijo Nakayama, entrecerrando los ojos bajo el lacerante sol de mediodía, mientras inclinaba su torso contra uno de los decrépitos edificios de piedra de Airão Velho; poblado abandonado, envuelto en un laberíntico abrazo de raíces de árboles y enredaderas.

Si alguien en este remoto rincón del Amazonas puede rendir testimonio de cómo se desarrollan los sueños en formas que no se anticiparon, ciertamente es Nakayama.

Pero, primero, cuando los visitantes llegan a las ruinas de Airão Velho, él prefiere participar con ellos con un poco de historia, en su portugués con acento japonés, sobre el enigmático puesto de avanzada que ha jurado proteger.

Pueblos indígenas habitaron la región durante miles de años, dejando su marca en petroglifos en la cercanía. Más recientemente, expediciones esclavistas desde Sao Paulo penetraron los extremos del Amazonas en el siglo XVII, sembrando destrucción entre tribus que vivían a lo largo del río Negro.

Más tarde, los portugueses fundaron un puesto de avanzada en este punto en 1694, al cual llamaron Santo Elías do Jaú, reclamando el descomunal bosque tropical codiciado tanto por Portugal como España. Los historiadores dicen que este asentamiento amazónico databa de antes de las ciudades más conocidas del sureste de Brasil en la era colonial, como Ouro Preto y Sao Joao del Rei, establecidas a comienzos del siglo XVIII.

Una mancha en el mapa

Los misioneros estuvieron compitiendo por almas aquí, pronunciando sermones ante personas indígenas en una iglesia de piedra durante dos siglos. Antes de que Brasil ganara su independencia en 1822, las autoridades en la distante Lisboa cambiaron el nombre del asentamiento a Airão, que persistió en mapas como una diminuta mancha sobre una vasta frontera.

Nakayama ahonda en ese tipo de detalles después de abrir tranquilamente la puerta a la choza donde vive.

En una de las habitaciones de la choza, Nakayama ha creado algo similar a un museo para rendir homenaje a Airão Velho. El llegó a este lugar en 2001, después de quedarse en una parte cercana del Amazonas donde las autoridades crearon un parque nacional, desalojando a colonos. Más o menos por esa época, uno de los descendientes del clan Bizerra, que solía controlar Airão Velho, le pidió a Nakayama que cuidara del abandonado puesto de avanzada.

Una pintura al óleo en su museo describe cómo podría haberse visto Airão Velho en su apogeo, durante el auge del caucho a finales del siglo XX y comienzos del XX, cuando el asentamiento surgió como un dinámico centro para extractores y comerciantes de goma.

Se cree que cientos de personas vivieron aquí en la cúspide del puesto, caminando en descenso por calles empedradas más allá de imponentes casas de comercio estilo colonial, así como tiendas y edificios municipales.

El colono sabe de la justicia en las fronteras de Brasil. Tras salir de Japón, su familia se mudo a Belem, la capital del estado de Pará, en uno de los últimos estertores de la emigración japonesa a Brasil, éxodo que creó lo que se creía era la mayor población de japoneses y sus descendientes fuera de Japón.

Nakayama rezuma orgullo cuando describe las hazañas de sus paisanos que también siguieron su estrella al Amazonas, destacando la pionera colonia agrícola de Tomé-Açu. De joven, Nakayama intentó vivir en Sao Paulo, donde muchos japoneses hicieron su hogar, pero sintió el llamado del bosque.

‘’La ciudad no coincidía conmigo, y yo no coincidía con la ciudad’’, dijo. Antes de que Nakayama llegara a Airão Velho, donde los visitantes que van a las ruinas lo llaman ‘’el ermitaño de la selva’’, su existencia no siempre fue tan solitaria. Tuvo dos compañeras en el pasado. La última, una maestra, murió de una enfermedad desconocida más o menos por la época en que él decidió hacer su vida aquí. No tiene hijos.

Al principio, Airão Velho, a varias horas en bote desde Manaos, no era tan desolado. Los residentes habían abandonado gradualmente el puesto de avanzada tras el auge del caucho, pero unas pocas familias habían intentado repoblar la ciudad.

Un edificio escolar para niños de comunidades cercanas le imprimía cierta vitalidad a Airão Velho. Pero el edificio ahora yace vacío, pese a que todavía hay palabras escritas con tiza en los pizarrones y libros de texto regados casualmente en el suelo. Blandiendo un machete, Nakayama sigue despejando el follaje alrededor del edificio en un esfuerzo por mantener una pulcra apariencia. “Me alegra que haya alguien cuidando de Airão Velho’’, dijo Víctor Leonardi, historiador de la Amazonia por la Universidad de Brasilia, que exploró las ruinas aquí en la década de los 90. ‘’Olía a orina de jaguar en esa época, pero obviamente fue un sitio de riquezas en un punto dado, donde la gente cenaba en porcelana de Inglaterra y consumía coñac de Francia’’.

Hay mucho tiempo libre involucrado en ser ermitaño en el Amazonas. Un generador de electricidad y antena le permiten a Nakayama ver un poco de televisión; le gusta seguir los partidos del Flamengo, su equipo de fútbol. Él mismo caza algunas presas para su consumo como la paca, sabroso roedor similar a un cerdo. Cuida un pequeño huerto de vegetales.

‘’Nunca en mi vida he ido al hospital’’, dijo Nakayama, lamiéndose los labios después de comer un plato de tracayá, o tortuga de manchas amarillas.

Fumando un cigarrillo Euro, corrigió esa declaración. ‘’Bien, hubo un tiempo en que una víbora me mordió en la muñeca y fui al médico en Novo Airão’’, agregó. ‘’Él me dijo que yo habría perdido el brazo si no lo hubiera ido a ver’’.

A medida que va envejeciendo, dijo Nakayama, ahora pasa pocos días de cada mes en algún asentamiento más o menos remoto llamado Novo Airão, visitando a sus amigos y haciéndose de algunas provisiones, mismas que compra con una magra pensión del gobierno para adultos mayores. Pero, cuando un animado viajero o investigador académico pasa por Airão Velho, él suele estar disponible para enseñarles el lugar.

Hace poco, fue visitado por una cuadrilla fílmica de Japón para que hiciera un fragmento de su espartana existencia, la cual describió como ‘’normal’’.

‘’Japón se ha convertido en un nuevo tipo de país próspero, y supongo que eso es positivo para la gente allá’’, dijo Nakayama. ‘’Sin embargo, ese tipo de vida nunca estuvo en las cartas para mí’’.

Nakayama reconoció que proteger a Airão Velho del enquistamiento de la selva era una batalla cuesta arriba. Una mirada por los alrededores deja ver que los higos estranguladores tienen la balanza inclinada a su favor. En medio de las ruinas, las avispas sobrevuelan; las hormigas de fuego marchan; las cigarras cantan.

El lugar más vacío de todos en Airão Velho podría ser el cementerio, donde muchas de las tumbas han terminado ilegibles por el paso de los años. Tumbas de piedra que solían ser magníficas ahora yacen decrépitas, sus fragmentos envueltos en musgo.

De cualquier forma, Nakayama siente la necesidad de limpiar el panteón, cortando a machete el crecimiento que amenaza con devorar el sitio de una vez por todas.

‘’Durante siglos, la gente vivió y murió en Airão Velho’’, dijo. ‘’Ellos fueron los verdaderos pioneros, y tengo que honrar su memoria preservando este lugar. Es una cuestión de respeto’’.

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