Los hijos de Ulises
“Un hombre que no pasa tiempo con su familia nunca puede ser un hombre verdadero”. La frase fue pronunciada por el célebre Marlon Brando -así, con la quijada casi inmóvil, murmurando con su ya clásico estilo- en la película “El padrino”. Esa idea; esa sola composición salida de la pluma de Mario Puzo, habla de cómo se concebía la paternidad en otros tiempos. Era una concepción más bien clásica y freudiana, donde prevalecía la idea de que un buen padre valía más que cien maestros; que los hombres sabios eran aquellos que conocían a sus propios hijos y que abonaban la idea de que después de Dios siempre venía un buen padre. Esa concepción parece haber entrado hoy en crisis casi terminal. Sí, porque según el psicoanalista italiano Massimo Recalcatti la autoridad simbólica del padre ha perdido tanto peso en nuestro tiempo que ya ha llegado “irremisiblemente a su ocaso”.

Y es que si uno analizamos el sin sentido que parecen esbozar las nuevas generaciones podemos darnos cuenta hasta qué punto las afirmaciones de Recalcatti son certeras y contundentes. No hay en nuestra sociedad ni una sola señal que permita admitir algún tipo de autoridad paterna. Ni en la misma familia, ni mucho menos en la sociedad. Antiguamente, por ejemplo, la figura del patriarca era generadora de vida. El primer padre -sin ir más lejos- es Dios mismo. Y esta idea de que el padre no es externo a la gestación del hijo fue la base de varias teorías avalaban aquello de que un padre no nace, sino que se forma. Más tarde, los griegos igualaron la figura paterna con la materna hasta hacerlas casi totalmente ambivalentes. En sus dos tomos sobre los mitos griegos, Robert Graves cuenta que Zeus -padre de todos los dioses- estuvo embarazado varias veces. De hecho, de su cabeza nació Atenea y de su muslo, el exacerbado y lúdico Dionisio.

Hoy, más de 23 siglos después, la figura paterna -y, sobre todo, su autoridad- fue menguando hasta el punto de ocultar todo tipo de autoridad. Por eso, detrás del padre fueron cayendo en el descrédito los gobernantes, los políticos, los sacerdotes, los policías, los jueces y casi cualquier figura pública que antes tenía un sólido e incuestionable poder. Y es que, según los expertos, en estos tiempos de transparencia -donde toda intimidad se vuelve espectáculo no sólo en la TV, sino fundamentalmente en las redes sociales-, muy pocos pueden soportar el peso de un archivo. Es decir: no hay autoridad que resista el despiadado escaneo de las redes sociales. Y con una intimidad expuesta, no puede haber autoridad. Que lo digan sino los políticos kirchneristas que, en medio de un discurso ambiguo, están siendo investigados por supuestos y variados latrocinios. O el difunto fiscal Nisman, cuya vida privada entró, tras su muerte, en un misterioso claroscuro. O, sin ir tan lejos, la misma primera dama provincial y el candidato a intendente de Yerba Buena, Bernardo Racedo Aragón, que han sido expuestos al escarnio público al revelarse llamativos videos de sus dichos públicos y sus acciones privadas.

Así las cosas, hoy todo se mide por el peso específico de lo público. Sin embargo Recalcatti, en su libro “El complejo de Telémaco” (volvemos otra vez con los mitos griegos), sostiene que, a pesar de la crisis, los hijos esperan una señal de la autoridad paterna. En la “Odisea”, Homero cuenta que Telémaco, el hijo de Ulises, esperaba el regreso del héroe que se había ido a la guerra de Troya. Y mientras aguardaba, el joven príncipe trataba de salvar a Itaca (su isla) de los invasores que querían quedarse con ella y con su madre, Penélope. Así, durante 20 años, Telémaco luchó y esperó. Luchó y esperó... A veces se quedaba inmóvil en el risco más alto de la isla, mirando hacia el mar, intentando ver alguna señal del barco de su padre. Pero nada. Y siguió esperando y luchando. Y esa postal que narró Homero es tal vez la viva imagen de muchos jóvenes tucumanos que también esperan y luchan. Algunos, incluso, en la más absoluta soledad. Como los olvidados del sistema: los deposeídos y los pobres que el gobierno dice que no son tantos. Esos que LA GACETA retrató descarnadamente en la última edición dominical, consumidos por la droga y la desesperanza más atroz. Esos que deambulan por los semáforos mendigando la dignidad que el propio Estado les niega. Esos que el gran Eduardo Galeano describió tan intensamente en “La escuela del mundo al revés”: “Pobres, lo que se dice pobres, son los que son siempre muchos y están siempre solos. Pobres, lo que se dice pobres, son los que no saben que son pobres”.

Durante el siglo pasado, y los siglos precedentes -concluye Recalcatti- el padre era la autoridad, era el que indicaba el camino certero, el que daba consejos sobre la relación con los amigos, o con las novias, el que enseñaba a lustrar los zapatos y a reparar la bicicleta, el que daba el ejemplo e inculcaba las buenas formas, era el que sabía todas esas cosas que hoy los jóvenes aprenden con un escueto tutorial en Youtube. Por eso mismo, hoy ya no queda claro quien enseña y quien manda. Porque esa autoridad está fragmentada. El padre ya no marca el camino ni enseña; como tampoco enseña y guía el Estado. La autoridad está en otra parte. Está tal vez en “Gran Hermano”, esa caverna que encierra todas las bajezas humanas y las proyecta como enseñanzas novedosas hacia las nuevas generaciones. Está también en los ciclos de Tinelli, donde se enseña que el esfuerzo cuenta menos para el triunfo que un cuerpo desnudo y tatuado. Y está también en las redes sociales donde se aprende a ser “it” dejando de ser uno mismo.

Hoy nadie sabe a ciencia cierta dónde está la autoridad, y cada vez creemos menos en los que dicen que la tienen. Como Telémaco, que esperaba a su padre frente al mar y que miraba insistentemente hacia el horizonte con la esperanza de que aparezca una señal que lo oriente, hay jóvenes en Tucumán que están parados hoy frente a un mar convulsionado y miran sin descanso; esperan alguna señal; desean una absolución. ¿Encontrarán una respuesta antes de que los invasores acaben con Itaca?

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