La billa sigue quedando huérfana

La billa sigue quedando huérfana

Los vidrios de la ochava dejaron de revelar el clásico paisaje de paños y pocillos. Al vacío del local apenas lo anteceden asépticos carteles de “se alquila”. Coquena cayó como una ficha más de ese dominó que sigue llevándose puesto al viejo Tucumán. En San Martín y José Colombres cambiaron el paisaje, el elenco y la banda de sonido. Por ahora es el vacío, mañana quién sabe. Dicen que por debajo del trajinar de pesas y bicicletas de spinning, entre murmullos, los fantasmas del Colón discuten sobre finales de bandera verde. Que cruzando la plaza y doblando por 24, hay que hacer silencio para descubrir la voz cascada de un habitué del Molino, quejoso porque le escondieron la tiza. La esquina de Coquena ya forma parte de esa ciudad espectral y legendaria. Otra, cada día un poquito más lejana.

Discepolín aprendió filosofía, dados y timbas en el cafetín. La poesía cruel de un tangazo bien puede inspirarse en alguna milagrosa carambola (a propósito, ¿hasta cuándo sobrevivirá semejante expresión de belleza y precisión, de arte a fin de cuentas, si el joystick arrolló con el taco?). Zas decía que en los 80 la manada estaba en el pool, aunque sin saber a qué jugar. ¿Dónde va la gente cuando llueve?, se preguntaba varios años antes Miguel Cantilo. Ellos, con absoluta seguridad, al billar, porque fue siempre un ámbito netamente masculino y esa es una de las claves de su extinción. La sociedad, bien entrado el siglo XXI, es diversa y unisex al mismo tiempo.

La bohemia del billar es una pieza que en los últimos refugios del centro y en el corazón de algunos barrios rechaza el destino de museo. Bohemia de la charla larga, interrumpida por el ejercicio de intercambiar alfiles y peones. El snooker, tan estratégico; la billa, tan contundente. Hay quien dice que la primera estocada mortal fue la prohibición de fumar. ¿Cómo se puede acariciar el mingo si falta el cigarrito ladeado? ¿Y qué hay del humo flotando bajo los fluorescentes? El billar como refugio, como hogar de los sabihondos y suicidas de Discepolín, como expresión de una cultura de la palabra, del gesto mínimo y de los silencios. Símbolo de una realidad social que no fue mejor ni peor, a fin de cuentas distinta, y que sigue despidiéndose con cada cortina que se baja.

Temas Tucumán
Tamaño texto
Comentarios
Comentarios