¿Qué le conviene a Cristina?

¿Qué le conviene a Cristina?

Sergio Berensztein, analista político.

22 Septiembre 2014
¿Aguanta la economía argentina hasta finales del 2015 sin modificar parcial o totalmente el cuestionado rumbo definido por la Presidenta? ¿En qué condiciones quedarían los candidatos del Partido Justicialista, incluida ella misma, para competir en un proceso electoral que se presenta confuso e inéditamente competitivo? Si en efecto ella quiere mantener algún grado de influencia luego de finalizar su mandato, ¿qué le conviene más?

Estos son los interrogantes que predominan en las conversaciones que mantienen a diario los principales dirigentes del país, incluyendo sindicalistas y empresarios. Y en ellos se sintetizan las características centrales de una coyuntura dominada por la incertidumbre y en las que la estanflación y la volatilidad profundizan un clima de denso pesimismo.

En este contexto, el Gobierno nacional reacciona con ráfagas de híper activismo que ignoran sistemáticamente las prioridades que la sociedad considera más relevantes (inseguridad, desempleo, inflación, corrupción). No obstante ello, impresiona repasar las iniciativas impulsadas por el Gobierno en las últimas semanas.

En materia de política doméstica, logró aprobar en el Congreso la Ley de Pago Soberano y la Ley de Abastecimiento; anunció la ampliación de la moratoria previsional (incorporando otro medio millón de beneficiarios) y un acuerdo sobre el salario mínimo; impulsó un plan de créditos en doce cuotas sin interés para productos de la industria argentina; presentó el megalómano proyecto del polo audiovisual de la Isla de Marchi; y lanzó el satélite de comunicaciones Arsat. Además, el oficialismo sostuvo un acalorado debate a partir de la publicación del Informe sobre la Deuda Social que elabora la UCA, argumentando que había prácticamente logrado eliminar la pobreza en la Argentina.

En materia de política internacional, el Gobierno logró avanzar en Naciones Unidas y con el apoyo del G77+China para establecer un procedimiento internacional de quiebras soberanas; anunció un programa de préstamos del Banco Mundial por 4.000 millones de dólares y los acuerdos con China por inversiones en infraestructura y un swap de monedas para aliviar aunque sea parcialmente la crisis de balanza de pagos; denunció una conspiración internacional impulsada por los fondos buitre para debilitar al gobierno, con la supuesta complicidad de la empresa de aviación American Airlines, de la justicia y hasta de la diplomacia norteamericana, al punto de amenazar con la expulsión a Kevin Sullivan, el encargado de negocios de esa embajada.

Para completar este panorama pletórico de decisionismo y protagonismo hiper presidencial, apareció Máximo Kirchner en un disciplinado acto de La Cámpora, enunciando un curioso axioma: el único liderazgo político realmente legítimo, no sólo dentro del justicialismo o del FPV sino en toda la sociedad argentina, es el de su madre, privada por un mero capricho constitucional de continuar con su gesta popular, transformacional, casi revolucionaria.

Para completar su casi permanente raid mediático y satisfacer su imperiosa necesidad de sentirse el centro de la escena, CFK aprovechó su promocionado almuerzo con el Papa, acompañada por una numerosísima comitiva de militantes recientemente conversos al culto franciscano, para informar, así como al pasar, que había recibido amenazas de muerte por parte del grupo terrorista sunita Estado Islámico (ISIS), el más violento y cruel que se tenga memoria. Algún estudiante de psicoanálisis arriesgaría que la Presidenta no quería sentirse menos que el Papa o que otros líderes mundiales que también resultaron amenazados pero que, naturalmente, habían hecho la denuncia correspondiente.

Sin embargo, ese fárrago de iniciativas no logran disimular que en verdad profundizan los problemas de fondo que aquejan a la economía y a la política: desborde inusitado del gasto público financiado con emisión monetaria; destrucción del valor de la moneda que se materializa en un tipo de cambio que no tiene techo; inmensa desconfianza de los agentes económicos, una gestión improvisada e inconsistente; un liderazgo político radicalizado, aislado y autista; un tejido institucional degradado, prácticamente deshecho.

La referencia anecdótica y sorpresiva a ISIS tampoco sirve para ocultar que la Argentina estuvo excluida de la cumbre realizada hace una semana en Paris para definir una estrategia coordinada entre un conjunto heterogéneo de países decididos a enfrentar esta inusitada amenaza a los derechos humanos fundamentales. En efecto, una treintena de países participaron en la Conferencia Internacional sobre la Paz y Seguridad en Irak y se comprometieron, según el comunicado oficial, a poner en marcha con urgencia “todas las medidas necesarias para luchar eficazmente contra el Estado Islámico”, incluida “una ayuda militar apropiada”. Participaron los ministros de Relaciones Exteriores de los países miembros permanentes del Consejo de Seguridad, así como Arabia Saudita, Bahréin, Egipto, Emiratos Árabes Unidos, Líbano, Jordania, Kuwait, Omán, Qatar y Turquía. También participaron representantes de la ONU, la UE y la Liga Árabe.

Se trata de una coalición realmente global y sumamente diversa, mucho más que la que apoyó la invasión a Irak en 2003, parecida tal vez a la que respaldó la Primer Guerra del Golfo (1990-1), donde países remotos como Australia se han comprometido a participar de forma muy activa. El gran ausente ha sido Irán, que se opone a toda acción militar en Siria. Rusia, presente en la conferencia de paz, advirtió que rechaza de plano toda intervención en Siria, donde están los cuarteles generales del ISIS. El representante francés Laurent Fabius declaró: “son treinta países que están entre los más poderosos del mundo y que están en situaciones geográficas e ideológicas diversas, pero todos dicen estar decididos a luchar contra el ISIS”. No es el caso de la Argentina.

Nuestro país está perdido en su propio laberinto, preguntándose a sí mismo si estas políticas económicas anacrónicas y probadamente fracasadas (aquí y en el resto del mundo), a las que tanto se aferra Cristina, derivarán en un ajuste caótico como ocurrió tantas veces en el pasado. ¿Será, por el contrario, la próxima administración la que deberá hacerse cargo de implementar un plan de estabilización y de un reordenamiento general del conjunto de la organización económica? La compleja agenda que podría encontrar como legado el próximo presidente incluirá también un sinceramiento de los precios relativos y la revisión de regulaciones extremas y contraproducentes, como la propia Ley de Abastecimiento o la Ley del Mercado de Capitales, sobre todo el famoso artículo 20 que permite la intervención de las empresas sin un orden judicial.

En el oficialismo especulan que llegar como sea y traspasarle la crisis al próximo presidente le permitiría a Cristina, tal vez desde una banca de diputada en el Congreso, defender sus supuestos logros y convertirse en la principal líder de la oposición al inevitable “ajuste”. Pero eso supone no sólo que la economía en efecto aguanta otro año sin que sea necesario tomar medidas costosas (una nueva devaluación, un desdoblamiento cambiario, fuertes ajustes tarifarios, caída de salarios reales). La hipótesis más arriesgada es que CFK será una candidata exitosa. ¿Qué ocurriría si fuese derrotada en la próxima elección? No parece un escenario descabellado a juzgar por la dinámica política actual y por el resultado de los comicios del año pasado, cuando la recesión apenas comenzaba.

Una cosa es blandir diatribas desde el cómodo atril y otra muy distinta es someterse a la voluntad popular en un contexto de inflación desbordada, caída del empleo e incertidumbre generalizada. En esos contextos, el todo o nada, el redoblar la apuesta, puede significar el camino más directo al ostracismo político. La foto de la Presidente y su cohorte con el Papa nos recuerda de su infinito pragmatismo.

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