¡Eh, partido!
La canchita del barrio tiene un solo arco. Hace algunas semanas, la asociación vecinal juntó plata para cortar el pasto que, durante meses, estuvo muy alto porque la Municipalidad no se ocupó (nunca lo hizo, en realidad). El aspecto del campo mejoró notablemente, pero todavía le falta algo esencial: el fóbal. Durante la infancia, en la canchita del O’connor pasé más horas que dentro de mi casa paterna. Jugué partidos tremendos y extenuantes, que duraban un solo tiempo de dos horas. Mi equipo era el de la calle Ecuador y el clásico se jugaba contra “la Paraguay”. Al final de los encuentros, que se disputaban los sábados a las mañana, el marcador siempre era abultado, similar al de un partido de rugby (12 a 9, por ejemplo). Además de la rivalidad deportiva, los jugadores de ambos equipos contábamos con una motivación extrafutbolística: las chicas del barrio. Con ellas detrás de un arco, o cerca del banderín del córner, se hacía difícil mantener la concentración para devolver una pared o para controlar la pelota. Entonces, dispersos, y con la mente fuera del partido, los jugadores recibíamos certeros pelotazos en la cara por no atender el desarrollo del juego. Indefectiblemente, esto provocaba los gritos e insultos de los compañeros de equipo. Luego, lógicamente, venían las cargadas.

Hace cuatro años dejé mi barrio y, aunque siempre vuelvo a casa, siento la nostalgia de las áreas sin pasto y del único arco herrumbrado. La infancia quedó atrás, pero qué bueno sería volver a jugar en la canchita ¡Compañeros de la calle Ecuador, rivales de la Paraguay, donde quieran que estén, ponganse los botines y juguemos otro partido!

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