Somos lo que hemos vivido y leído

Somos lo que hemos vivido y leído

La lectura es, además de aquella práctica solitaria y exquisita que a menudo referimos, un instrumento de intervención sobre el mundo que nos permite pensar, tomar distancia, reflexionar, una espléndida posibilidad para dar lugar a las preguntas, a la discusión, al intercambio de percepciones y a la construcción de un juicio propio.

10 Junio 2012

POR MARIA TERESA ANDRUETTO

PARA LA GACETA TUCUMAN

"Los que más necesitan son los que menos pueden decir su palabra", dijo esa extraña obrera, filósofa, santa que fue Simone Weil.

Acercar la palabra a quienes más carecen de ella, hacer que tengan voz y voto en una suerte de "nuevo sufragio universal", es algo que todavía debemos construir. Cuando leemos, enseñamos, escribimos o ayudamos a otros a leer, a enseñar, a escribir, las palabras nos vinculan al mismo tiempo a lo individual y a lo social, porque la lectura es, además de aquella práctica solitaria y exquisita que a menudo referimos, un instrumento de intervención sobre el mundo que nos permite pensar, tomar distancia, reflexionar, una espléndida posibilidad para dar lugar a las preguntas, a la discusión, al intercambio de percepciones y a la construcción de un juicio propio.

"En un ámbito escolar no puede haber malas lecturas. Porque no sólo se trata de formar lectores: se trata de formar buenos lectores. Si no, es como una especie de fetichismo de la lectura por la lectura misma, o de la esperanza de que, aunque lea malos libros, 'ya lo hemos traído a la república de la lectura'. La escuela tiene que formar un lector que rechace un libro cuando está mal escrito", dice Martín Kohan.

Una lectura del mundo
Los libros que leemos son manifestaciones estéticas acerca de unos otros ficcionales, representativos de quienes antes fueron o están ahora, o podrían alguna vez estar; una forma de memoria hecha carne en el imaginario, en la que voces que creímos olvidadas o perdidas o imposibles son traídas para ayudarnos a ver y a construirnos.

En la literatura, en el arte, la humanidad encontró un vehículo para transmitir sus representaciones del mundo, diferentes según la época y las condiciones sociales, económicas, culturales. Cada libro -cada novela, cada cuento, cada poema- contiene, con mayor o menor felicidad, una lectura del mundo, y leer lo que fue escrito es ingresar al registro de memoria de una sociedad, a lo que esa sociedad considera (y esto no es orégano sino un verdadero campo de batalla) por alguna razón, perdurable; es entrar a ese inmenso tapiz tejido bajo distintas circunstancias por tantos seres, a lo largo del tiempo. Así entonces podríamos decir que la historia de la literatura y el arte es también la historia de la subjetividad humana y de las condiciones materiales y simbólicas en las que esa subjetividad se desplegó. Contra el solo impulso y la descarga individual, contra el puro entretenimiento y el adormecimiento de la conciencia, el arte nos recuerda quienes somos, nos propone una de las inmersiones más profundas en nosotros mismos y en la sociedad de la que formamos parte.

Ese tejido es tan intenso como heterogéneo, porque está hecho de infinitos aportes singulares. Tomar entonces la palabra para que ingresen también nuestros hilos en el tapiz, los hilos de todos. Múltiples memorias relativizándose unas con otras para que ni el pasado ni el imaginario se clausuren en un relato único, para que permanezca un estado de interrogación que nos permita encontrar las palabras necesarias para narrar lo que aún no se ha narrado.

En la construcción de ese tejido de subjetividades, se inscribe buena parte de la importancia de la literatura en una sociedad, ya que nuestros escarceos y sus manifestaciones son intensos ejercicios de comprensión de lo que a nosotros o a unos otros imaginarios les acontece o podría, en ciertas circunstancias, acontecerles.

Un camino de libertad
Así, leer/escuchar/escribir es abrir para nosotros y para otros un camino de libertad. Pero se trata no de algo dado de una vez y para siempre sino de un camino, porque no es ya en un libro o en una acción sino en el tránsito, en la precariedad de lo que está dejando de ser para convertirse en otra cosa, en ese río del tiempo que va de una palabra a otra, de un libro a otro, de un gesto a otro, donde se aprende y donde se enseña.

Podemos ofrecer libros y diseñar estrategias de lectura, pero servirán de poco si desarticulamos la capacidad de disparar la letra, si desactivamos su cualidad de transformarnos, de incomodarnos, de hacernos pensar.

Escuché decir una vez a una maestra: quiero ser un puente sencillo entre los libros y mis alumnos. No sé si pueda haber una definición mejor para un maestro, en cualquier nivel educativo, que la de ser un puente por el que transita un saber recibido, procesado en el crisol de lo más personal, puesto en discusión en el espejo refractario de la propia ideología, para pasarlo luego como un saber que se desea legar a los que llegan, un saber que, según consideramos, los que nos siguen no debieran perder, para que la vida se les haga más intensa, de mayor espesor, con más entidad e identidad o sencillamente más soportable.

Un maestro, entonces, como un puente entre lo que antes hubo y lo que vendrá, un puente a través del cual se produce un encuentro. Pero convertirnos en puente no es una tarea mecánica, ni ingenua ni exenta de ideología. Somos lo que hemos vivido y leído, y somos el resultado de poner en cuestión eso que vivimos y leemos. Tenemos para ello cierta libertad de elegir, aunque no podamos elegir las condiciones en las cuales hacemos esas elecciones; aunque muchas veces tampoco podamos decidir las condiciones en las que enseñamos, porque esas condiciones están atravesadas por una red social, económica, política de la que no siempre tenemos conciencia.

* Fragmento de la conferencia que dictó este jueves, en Tucumán.




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