Los libros llegaban al Plata a pesar de las prohibiciones

Los libros llegaban al Plata a pesar de las prohibiciones

Tanto para imprimir algo como para hacerlo circular, era imprescindible la licencia del monarca y de la Iglesia, en España como en América. Pero el libro se las supo ingeniar.

LA IMPRENTA INICIAL. Se construyó en las misiones jesuíticas, con materiales locales. Esta pintura de Léonie Mathis reconstruye aquel taller. LA IMPRENTA INICIAL. Se construyó en las misiones jesuíticas, con materiales locales. Esta pintura de Léonie Mathis reconstruye aquel taller.
01 Abril 2010
La lectura, en los años previos a la Revolución de Mayo, no era cosa sencilla para los habitantes del Reino de España, y menos para los de la actual República Argentina. El rey vigilaba celosamente que no circulasen ideas capaces de cuestionar la monarquía, la religión y la moral. Y los libros -que empezaron a incrementarse especialmente en los años finales del siglo XV- resultaban los mejores vehículos de difusión.

La censura previa era lo normal. Para imprimir cualquier texto y hacerlo circular, fuera hoja suelta o volumen, se necesitaba la licencia, del monarca o de la Iglesia, de acuerdo a la naturaleza del escrito. Y la circulación tenía sus complicaciones. Para que un libro ingresara a América era necesario cumplir todo un trámite.

Desde 1531, la Casa de Contratación de Sevilla prohibía la entrada de tomos "de historias y cosas profanas", lo que fulminaba las obras de romance y de caballerías, aquellas que embelesaron a don Quijote. Ni qué decir que pesaba una rigurosa prohibición sobre todo texto que atacase la monarquía, o que figurara en la lista de libros que, por su contenido supuestamente herético, condenaba la Santa Inquisición. La censura se aplicaba igualmente a los volúmenes impresos en el extranjero.

Penas durísimas -que podían llegar a la muerte- estaban establecidas para los infractores. De manera que lo único que no requería licencia real -aunque sí eclesiástica- eran "las reediciones de libros de carácter religioso, las cartillas para enseñanzas de niños y las gramáticas".

Pero de todos modos, como ha ocurrido siempre, los libros se las arreglaban para sortear estos obstáculos. Así, está comprobado que desde principios del siglo XVI, ingresó a América literatura de toda índole. Dice Torre Revello que así como en la primera época "se había introducido casi íntegra la primera edición del Quijote, a fines del siglo XVIII, en el Río de la Plata, las obras de Voltaire, Montesquieu, Rousseau, Raynal y Bayle se encontraban en algunas bibliotecas, y hasta en una de ellas se han registrado los 28 tomos de la Enciclopedia".

Obras sobre la Revolución Francesa o sobre la independencia de Estados Unidos, fueron prohibidas formalmente en España y América entre 1789 y 1804. A pesar de eso, asegura el mismo historiador, los libros y folletos sobre tales temas circularon profusamente, y fueron "leídos y comentados por los hombres de mayor cultura".

En 1805, el rey creó un Juzgado de Imprenta, para entender en todo lo que se refiriese al ramo. El juez era asistido por censores, y otorgaba las licencias de impresión. El real decreto decía que no solamente debía verificarse que "la obra no contenga cosa contraria a la religión, buenas costumbres, leyes del Reino y a mis regalías". También los censores, mandaba, "examinarán con reflexión si la obra será útil al público o si puede perjudicar por sus errores en materia científica o los vicios de su estilo y lenguaje". En el Virreinato del Río de la Plata, los libros reposaban en los estantes de bibliotecas particulares, ya que hubo que esperar hasta 1810 para que apareciera la primera biblioteca pública. Los sacerdotes y los conventos eran los poseedores de la mayor cantidad de títulos y de ejemplares.

Es ilustrativo el dato que suministra en 1767, el inventario levantado con motivo de la expulsión de la Compañía de Jesús, en San Miguel de Tucumán. En el colegio de los expulsos en esta ciudad -ubicado en el solar actual del templo de San Francisco- la biblioteca incautada por los oficiales del rey llegaba a 843 tomos. A ellos había que agregar "doscientos y más folletos impresos". Paul Groussac comenta que "no sería fácil, tal vez, encontrar en nuestras provincias una biblioteca equivalente".

No deja de resultar lamentable el destino de aquellos libros del antiguo Tucumán.

Los bienes de la Compañía de Jesús fueron administrados y posteriormente rematados, como se sabe, por la Real Junta de Temporalidades. Y consta en los documentos que, en 1771, se dio orden al administrador de la Junta, Pedro Collante, de pagar los honorarios adeudados al escribano público José Antonio Deheza y Helguero, con libros que pertenecieron a la biblioteca jesuítica.

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