El 24 de febrero comenzó lo que se creía inverosímil: una invasión en Europa con rémoras de conflicto mundial. Pero lo que el Kremlin presentó como una “operación militar relámpago” va camino a convertirse en una lucha permanente sacudida cada tanto por la amenaza nuclear. Los ucranianos resisten y, con la ayuda de sus aliados occidentales, están desmontando el mito de una Rusia invencible

Los tanques y las tropas se habían acomodado en la frontera suroeste de tal forma que no quedaran dudas sobre lo que ocurriría si entraban en Ucrania. El despliegue desató las alarmas y el susto, pero para muchos resultaba inverosímil que aquella insinuación se transformara en una invasión efectiva. Uno de los que creyó en la teoría del amague fue el propio presidente Alberto Fernández. Un par de semanas antes del inicio del ataque, el jefe de Estado argentino se ofreció ante el autócrata Vladímir Putin como portero de Rusia en América Latina. En la víspera, el presidente brasileño saliente, Jair Bolsonaro, hizo más o menos lo mismo. Son gestos que evidencian cuán subestimado estaba Putin, pese a haber dado muestras elocuentes de su apetito imperialista en la propia Ucrania, con la anexión de Crimea durante 2014.

La invasión comenzó al fin el 24 de febrero por aire, agua y tierra, y en múltiples frentes, incluida la capital Kiev (Kyiv para los ucranianos). El Kremlin presentó el ataque como una “operación rápida” para desmilitarizar y desnazificar Ucrania, y, de paso, impedir que el país vecino ingresara a la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) como pretendía. En contrapartida, el presidente Volodímir Zelenski emergió como el líder inesperado de la contienda y el depositario de los valores occidentales.  

Desde el comienzo de la guerra quedó claro que Ucrania iba a poner las vidas y sus socios, el financiamiento. Léase por tal desde armas, instrumentos de inteligencia y fondos dedicados a ayuda humanitaria hasta sanciones contra Rusia y el costeo del incremento de la energía, principal motor del proceso inflacionario que aqueja a casi todo el planeta. Es la primera vez que tantos países desarrollados se involucran en un conflicto bélico ajeno con ese modus operandi.

Ucrania no sólo encarna el peligro de activar los arsenales apocalípticos, sino también el de accidentes en las centrales alcanzadas por el conflicto potencialmente más dañinos que el de Chernóbil. Cada tanto, Putin sacude a los enemigos con el recuerdo de esa amenaza. Es un mensaje de poderío que disimula las heridas infligidas al mito de la Rusia invencible.

Más allá de los exilios de ciudadanos; de las bajas tapadas con una propaganda fenomenal y del reclutamiento compulsivo para luchar contra un pueblo considerado hermano, el país invasor ha sufrido en estos meses el derrumbe del modelo de convivencia y de acceso a las libertades civiles, entre ellas la expresión pública de la disidencia, instaurado a partir de la disolución de la Unión Soviética. La huida en banda de las multinacionales es el rostro tangible de la caída de la expectativa de una Rusia capaz de hacer equilibrio entre el autoritarismo y la integración al mundo. Desde ese ángulo, el zarpazo a la democracia empezó por Moscú, aunque con la suficiente entidad para que reapareciera la línea que separa a países libres de autocráticos. Los efectos están a la vista con una Europa obligada a aparcar sus diferencias internas y un régimen chino decidido a aprovechar la coyuntura que sus aliados rusos le proveyeron en bandeja. El paisaje de la devastación queda como saldo más visible tras 300 días de conflagración. Áreas significativas del territorio en disputa pasarán las fiestas a oscuras con temperaturas bajo cero. Tal vez sean condiciones anecdóticas para familias divididas por los desplazamientos forzados, las violaciones de derechos humanos y la muerte. Las noches de paz se antojan todavía lejanas. Así como Putin supervisó la iniciativa para redirigir sus reservas de gas hacia China y fue a Bielorrusia con el fin de escenificar junto al dictador Aleksandr Lukashenko un relanzamiento de la ofensiva, Zelenski visitó Washington para revalidar su sociedad con el pueblo estadounidense, a cuyos representantes advirtió que, pese a todo, Ucrania no había caído y que la ayuda para mantenerla en pie no era caridad, sino “una inversión”. Concluye el año 2022 con la única certeza de que los que mandan en esta guerra tan global no están dispuestos a darse por vencidos. Lo que al principio era una invasión inimaginable, ahora es una invasión que no tiene salida.