En 1992, con la convertibilidad de Domingo Cavallo a pleno, el presidente Carlos Saúl Menem buscaba desesperadamente hacer creer a los argentinos que el nuestro era un país del primer mundo. Sin embargo, la llegada del cólera a nuestro país fue un durísimo cachetazo a su discurso. No sólo porque en el NOA, la histórica región pobre del país, se había instalado un mal que siempre estuvo vinculado al medioevo y a las miserias más espantosas, sino porque había quedado al descubierto los extremos índices de pobreza que eran tapados por la fórmula económica de que un peso equivalía a un dólar.

“Las tres poblaciones salteñas donde se detectaron los primeros casos de cólera, que arrojaron seis víctimas fatales y 45 enfermos agudos, están integradas, fundamentalmente, por aborígenes matacos, aunque también hay comunidades tobas y guaraníes, y se encuentran ubicadas a 200 kilómetros del hospital más cercano, en Tartagal”, publicó LA GACETA el 6 de febrero de 1992, un día después de que se reconociera oficialmente la presencia de la enfermedad en el país. También se consignó que las localidades afectadas fueron Santa María, Santa Victoria y Puerto La Paz, enclavadas a orillas del río Pilcomayo, en medio de una zona espesa de monte y selva, de difícil acceso y matizada por algunos claros semidesérticos producidos por la actividad maderera.

SINCERO. Elías Alul reconoció el alto nivel de pobreza de la provincia.

“En general, los integrantes de los pueblos originarios allí asentados, viven en condiciones muy precarias y hablan el español en forma rudimentaria, ya que mantienen su propia unidad lingüística así como recrean la cosmovisión mataca con sus creencias y costumbres”, consignaba el despacho de la agencia Diarios y Noticias (DyN). “En su mayoría, las familias aborígenes viven en toldos construidos a partir de una estructura de ramas que luego rellenan con una espesa mezcla de barro y donde las medidas higiénicas son mínimas”, añadieron. Con el correr de los días, el anónimo enviado especial, iría descubriendo la pobreza estructural que soportaban esos argentinos. No tenían agua potable, mucho menos energía eléctrica, se alimentaban de los peces de los ríos de la zona que ya estaban infectados con el vibrión colérico.

“Como si su Dios lo hubiera abandonado, un mataco que huía desesperadamente de las garras mortales del cólera atravesó por un calvario cuando vio morir a su mujer y sus tres hijos víctimas del mal y los enterró rápidamente en el camino para evitar que los cuerpos fueran cremados por orden de las autoridades”, fue la conmovedora historia que publicó LA GACETA el 12 de febrero para mostrar la difícil situación que se vivía en la provincia de Salta, al límite con Bolivia. Una realidad que muy pocos argentinos conocían y que a pesar de haber pasado tres décadas, el panorama no ha cambiado casi nada.

“La familia recorrió más de 50 kilómetros hasta toparse con la muerte, a través de una ruta natural obstruida por vegetación selvática que una las cercanías de la ciudad de Santa María con la localidad de Pluma de Pato, según la reconstrucción del trayecto que los especialistas realizaron con el fin de encontrar los cuerpos de las víctimas del mal. Los cinco matacos, siempre nómades y subsistiendo gracias a la caza y a la pesca, no pudieron resistir el acoso voraz de la enfermedad, pese a haber logrado atravesar el río Muerto y la cañada El Rosillo antes del fin”, se pudo leer.

“Tan cruel fue la muerte que primero se ensañó con los niños, deshidratados y alimentados por peces que tenían el vibrión colérico. Y casi lograban escapar, ya que el instinto de conservación hizo que el padre cocinara primero los pescados. Pero esa preparación -mediante un palo que atravesaba los pescados, puesto sobre el fuego- era demasiado precaria como para combatir el cólera”, se publicó. “Los fogones apagados y los elementos empleados fueron encontrados por los rastreadores blancos cada 15 kilómetros y se supone que pertenecían a la familia protagonista de esta historia. Se deduce, no obstante, que también han consumido pescado crudo. No se sabe si estos cuatro muertos están contabilizados en las cifras oficiales de víctimas fatales, pero el gobierno si tiene en conocimiento la existencia del caso, que no se difunde porque primero quieren encontrar los cadáveres”, fue el final del durísimo relato.

Diferencias

Los funcionarios del gobierno de Menem sabían que tarde o temprano el cólera terminaría llegando al país. Por ese motivo, realizaron una millonaria -se pidió investigaciones a la Justicia por supuestas irregularidades que nunca prosperaron- campaña de prevención para que los habitantes tomaran todos los recaudos. El por ese entonces ministro de Salud y Acción Social Avelino Porto, fue el responsable de esas primeras acciones. Claro está que jamás se imaginó que la enfermedad llegaría por lugares cuyos habitantes no tenían acceso a la información y tampoco recibieron las tan famosas cartillas que tampoco podrían haber tenido efecto. La mayoría era analfabeto y otro importante número no hablaba el español.

Con el mal en el país, el ex presidente Menem ordenó que los funcionarios del área se instalaran allí para analizar la situación y evitar que el mal hiciera estragos en el NOA. En tierra salteña, un conocido por los tucumanos, el ex interventor Julio César Aráoz, como ministro de Asuntos Sociales de la Nación, se instaló junto a todo su equipo en la zona. Hasta ese lugar se dirigió Alfredo Miroli, funcionario del gobierno de Ramón Ortega, para evitar que el cólera continuara extendiéndose. “Lo que vimos es fue muy duro y lamentable”, le declaró en esos días a LA GACETA. “Estamos tratando de aislar el brote y somos optimistas”, añadió.

Después de haber realizado un corto recorrido descubrió lo que nadie quería ver. El mal había estallado por el extremo nivel de pobreza que se vivía en la zona. Pese a que hubo un reconocimiento oficial de los graves problemas que sufrían las comunidades de los pueblos originarios, también hubo disparos en contra de distintas personas para tratar de eludir las responsabilidades.

“Los hacendados y diputados salteños ejercen presiones para evitar que se brinde información acerca del cólera, debido a la devaluación que han sufrido sus productos en el mercado”, señaló Aráoz. Sus palabras fueron desmentidas luego por el mismo Menem y por el entonces gobernador salteño Roberto Ulloa. “No encontré falta de solidaridad entre los productores agropecuarios, sino preocupación por la que considero es una enfermedad del subdesarrollo”, añadió.

En Tucumán

Pese a que LA GACETA no logró comunicarse con Miroli para que relatara su experiencia, se logró confirmar que además de sumar experiencia en tierra salteña y coordinar la entrega de las donaciones que enviaba la provincia (medicamentos producidos por los laboratorios del Siprosa y camillas y sillas coléricas), diariamente presentaba un informe sobre el estado de situación y aconsejaba que cuáles eran las medidas que se podían tomar. “El plan de trasladarnos hasta Salta para empezar con la prevención allí nos dio buenos resultados”, explicó Julio Díaz Lozano, el ex vicegobernador de la provincia que estaba al frente del Poder Ejecutivo.

Todas las preocupaciones de los funcionarios provinciales estaban dirigidas a un río: el Salí. Consideraban que la capital, Alderetes y Banda del Río Salí podrían ser los municipios más afectados por la enfermedad. Entendían que allí existía un combo peligrosísimo: altos índices de pobreza, contaminación y falta de infraestructura. Por ejemplo, la gran mayoría de los habitantes de esos lugares no tenían agua potable y en sus humildes viviendas sólo contaban con letrinas. Para colmo, los desperdicios humanos terminaban en el río, por lo que las consecuencias podrían ser catastróficas. Pero las condiciones climáticas tampoco ayudaron. En medio de la emergencia, media provincia quedó bajo las aguas, por lo que el panorama era mucho más difícil aún. Alberdi, La Cocha, Concepción, Leales y Famaillá, entre otras, se transformaron en un problema adicional por la cantidad de evacuados y los daños que generó el paso arrollador de las aguas.

El titular del Siprosa Elías Gregorio Alul era el responsable de dar la cara ante los medios de comunicación para dar a conocer las novedades del caso. Nunca le esquivó al bulto y siempre habló con una sinceridad brutal. “Nos enfrentamos a otro problema: la falta de práctica del personal profesional y auxiliar sobre cómo se debe tratar el cólera. Este mal fue combatido por última vez en la provincia hace más de 30 años”, explicó. “Todos se están capacitando y de acuerdo a los consejos de la Organización Mundial de la Salud y a los estudios realizados por profesionales tucumanos en Perú, Ecuador y Bolivia, sólo se necesita 30 horas de internación y el resto del tratamiento puede hacerlo el paciente en su hogar”, explicó.

En medio de la crisis sanitaria, surgió otro debate. “La epidemia del cólera que hoy avanza inexorablemente sobre nuestro territorio desnuda una vez más al país real que está sumido en la pobreza, la desocupación y la marginalidad social. La hipocresía de haber ingresado al primer mundo quedó al descubierto”, declaró el legislador peronista José Vitar cuando exigió más fondos para los hospitales de la provincia. “Y recuerdo que hice esas afirmaciones porque mis asesores de salud me venían advirtiendo de la difícil situación sanitaria que vivíamos en esos días. Además, en esos tiempos, ya estaba en la vereda del frente del menemismo, que no era el peronismo que queríamos”, explicó el dirigente 30 años después de haber fijado esa postura. “El cólera es una enfermedad del medievo y de la pobreza. Recuerdo que todo el arco político, hasta Fuerza Republicana, apoyamos y gestionamos medidas”, indicó.

Alul, presidente del Siprosa, tampoco negó esa realidad. “Nuestra responsabilidad como ser humano es no tener a otro ser humano que no se alimente bien, pero muchas veces eso escapa a Usted, a mí y a las organizaciones. Nuestro país tiene un sistema de pobreza”, señaló en una entrevista. En otro momento, horas después de que se hayan leído esas declaraciones, el funcionario hubiera estado desocupando su despacho, pero como sólo relataba lo que ocurría, nadie se atrevía a contradecir. “El cólera es una enfermedad de la suciedad y es transportado en los ríos contaminados, en las patas y en la panza de las moscas y de las cucarachas y en los hocicos de los perros y de los chanchos que van a los basurales. Este es un mal de la suciedad y también de la miseria”, concluyó.