“Desde estos mismos balcones el líder asomaba como un sol, rescatado por el pueblo y para el pueblo, sin más armas que sus queridos descamisados de la patria, retemplados en el trabajo. Este es el origen puro de nuestro líder. Es necesario decirlo y destacarlo. No surgió de las combinaciones de un comité político. No es el producto del reparto de las prebendas. No supo, no sabe, ni sabrá nunca de la conquista de voluntades sino por los caminos limpios de la justicia. Esta es la raíz y razón de ser del 17 de octubre de 1945” (Eva Perón, balcón de la Casa Rosada, 17 de octubre de 1949).

Por correcto que este epígrafe les suene a los peronistas, el origen de su líder puede rastrearse bastante más atrás, hasta 1943. El 4 de junio de ese año, cuando el Grupo de Oficiales Unidos (GOU) derrocó al anciano presidente Ramón Castillo, casi nadie había oído hablar del coronel Juan Domingo Perón, un militar de 48 años y antecedentes prolijos que integraba esa logia castrense; pero solo seis meses después, en diciembre, su nombre, su capacidad y sus ambiciones ya eran bien conocidos: ese tiempo le había insumido convertir el anodino Departamento de Trabajo y Previsión en una pujante secretaría. Al frente de ella, su política social (“detonante, espectacular”, según la describe Félix Luna) lo iba ligando a sectores crecientes de trabajadores, en particular a los no especializados y a los hasta entonces no agremiados. Y aunque era aún una adhesión popular incipiente, en una fecha tan temprana como el 8 de julio del 44 ella ya le había valido la vicepresidencia de facto.

Mientras tanto, el antiperonismo también comenzaba a formarse. Aunque primero habían reaparecido como oposición a los Gobiernos militares de Pedro Ramírez y Edelmiro Farrell, pronto los partidos tradicionales, las universidades y la prensa se situaron frente a Perón, a quien veían como lógico candidato oficialista en una eventual salida electoral. Así, las multitudinarias movilizaciones antiperonistas de agosto y septiembre del 45 impresionaron a los jefes del Ejército, que creyeron que la peronista era una carta perdedora y el 8 de octubre le exigieron a Farrell que Perón renunciara a sus tres cargos: vicepresidente, ministro de Guerra y secretario de Trabajo. El coronel dimitió al día siguiente, y el 13 de octubre fue arrestado y trasladado a la isla Martín García. Su caída en desgracia parecía definitiva.

Sin embargo, desde la mañana del 17 columnas de manifestantes provenientes del Conurbano bonaerense llegaron a la Capital Federal con el único propósito de reclamar la libertad de Perón. “El avance popular sucedió caótica y espontáneamente y dejó pasmados a todos, incluso al propio Perón y sus allegados”, escribe Luna. En las últimas horas de la tarde miles de trabajadores colmaron la plaza de Mayo, obligaron al endeble Gobierno a ceder y exigieron la palabra de su líder, que casi a medianoche salió por primera vez al balcón de la Casa Rosada y pronunció un discurso constantemente interrumpido por la multitud, que lo loaba y vitoreaba. Y abría así el camino hacia la victoria en las elecciones de febrero del 46.

Interpretaciones

Estos acontecimientos han sido un tema de constante análisis entre los historiadores. La interpretación tradicional, debida a Gino Germani, Rodolfo Puiggrós y Hugo Gambini, entre otros, considera que los trabajadores jóvenes, provenientes de las provincias más tradicionalistas del interior del país, se sintieron atraídos por la figura del caudillo y fueron fácilmente manipulados gracias a las cualidades personales de Perón, su retórica nacionalista y los beneficios que les otorgó un Estado paternalista.

Como respuesta a este punto de vista, desde fines de los 60 surgió un revisionismo que sostiene que la clase obrera, lejos de ser una masa pasiva y manipulada, estaba formada por actores racionales que encontraron en Perón un camino realista para la satisfacción de sus necesidades materiales. Fueron Miguel Murmia, Juan Carlos Portantiero, Juan Carlos Torre y algunos más los encargados de reconstruir fehacientemente el debate interno que tuvo lugar en la clase obrera (tanto tradicional como emergente) y llevó a la manifestación masiva del 17 de octubre.

Así, la dicotomía anterior entre una vieja y una nueva clase obrera quedó opacada por esta imagen de unos trabajadores más o menos unificados y con conciencia de clase. Sin embargo, una tercera visión sugiere que las dos anteriores pasan por alto las formas culturales de movilización social que adoptaron los sucesos de octubre. Este enfoque más sociológico se encuentra, por ejemplo, en los escritos del historiador británico Daniel James, quien, sin menospreciar la participación de los obreros en un proyecto reformista conducido por el Estado, advierte que la protesta expresó también un cuestionamiento más difuso a las formas aceptadas de la jerarquía social y a los símbolos de autoridad. O al menos así observa él los atentados que la multitud perpetró en los edificios de la prensa, las universidades y la clase alta, y la intromisión de la clase baja suburbana en las zonas más aristocráticas de la ciudad.

Sea como fuere, lo cierto es que a 75 años del 17 de octubre de 1945, historiadores y políticos todavía debaten el significado más profundo de la movilización obrera que catapultó a Perón hacia la presidencia del país y provocó el viraje de la política nacional durante, por lo menos, los siguientes 30 años.

Por eso, con motivo de este aniversario, LA GACETA invitó a reflexionar a los historiadores María Celia Bravo y Luis Alberto Romero y al veterano dirigente peronista Julio Bárbaro. Si bien ellos difieren en sus cosmovisiones y sus enfoques, coinciden en que los peronistas no se mojan los pies dos veces en la misma fuente: el movimiento se ha adaptado una y otra vez a los cambios de época, y hoy busca su identidad por dentro y por fuera del círculo de amigos de su hijo más joven, el kirchnerismo.