Hace casi 200 años, la vibrante y desafiante Emily Brontë escribió su única novela, Cumbres Borrascosas, ambientada en los sombríos páramos de Yorkshire, Inglaterra. Se trata de una descarnada narración de la obsesión, el destino y las pasiones humanas. La ambición y la venganza tienen un protagonismo especial. Y, curiosamente, suelen estar asociadas. Los personajes de la novela son tan apasionantes como brutales a la hora de consumar sus propósitos.

Las cumbres del poder en Tucumán han conocido en los últimos tiempos pasiones borrascosas, al enfrentarse el deseo del actual vicegobernador de acceder a la máxima magistratura provincial, con el del gobernador que no puede evitar su ambición de seguir sentado en el sillón que alguna vez ocupara don Lucas Córdoba.

Cuando la cuarentena estaba en pañales, se desarrollaron varios varios capítulos del conflicto entre los principales líderes institucionales de la provincia. Imposible no bucear en la biblioteca las encontradas pasiones de Heathcliff, los Linton y los Earnshaw. Hasta hubo menciones públicas a valijas de las que se debió ocupar la Justicia y misteriosos ataques en medios nacionales al jefe de la Legislatura tucumana. Pasó de todo eso en abril y mayo.

Cuando la cuarentena dejó de ser adulta mayor para convertirse en anciana, los ánimos se aplacaron. O porque se impusieron la cordura y la sensatez en los contendientes o porque la discreta gestión de algún influyente tercero los llamó a la reflexión.

¿Quiere decir esto que ha desaparecido el conflicto? Para nada. Se trata sólo de un tregua para tomarse el tiempo suficiente como para leer Cumbres Borrascosas. Durará hasta los comicios del próximo año.

Es una secuencia lógica, racional. Tanto a Juan Manzur como a Osvaldo Jaldo les interesa que haya un buen resultado en la provincia en los próximos comicios; y con el contexto nacional de crisis económica agravada por la pandemia, no está para tirar manteca al techo. Si acuerdan, se supone que el peronismo habrá de desplegar todas sus fuerzas y movilizar lo que ellos llaman “el aparato”, que no es otra cosa que el poder de las estructuras de Gobierno, el cual -sobre todo en las zonas rurales- es decisivo.

Pasado octubre de 2021, comenzará el tramo final de la disputa por la sucesión. Si un observador foráneo leyera estas líneas se rascaría perplejo la cabeza. Se preguntaría cómo es posible que esté instalada esta discusión si aún no transcurrió completo el primer año del segundo mandato del gobernador. Y mucho más se sorprendería si supiera que ya estaba instalada aún antes de que terminara el primero, en octubre del año pasado.

Las razones son simples: apenas terminada la elección provincial del 9 de junio de 2019, Jaldo manifestó su voluntad de suceder a Manzur en 2023 y literalmente se juramentó a que no pasaría ningún intento de reforma constitucional por la Legislatura que él controla.

Desde aquel momento, en la gobernación no se oculta el deseo de modificar el texto de la Carta Magna provincial. Concretamente, su artículo 90. No parece un objetivo sencillo, sobre todo si el vice está dispuesto a mantener la promesa que hizo hace un año atrás de bloquear cualquier enmienda.

La expectativa reformista ahora está anclada en que, a la luz de la reestructuración de la deuda externa y el fin de la pandemia – cuarentena, la economía se ponga en marcha y logre sacar a los argentinos del mal humor para devolverles la sonrisa. Mientras eso no suceda, sólo se trata de especulaciones, que Ricardo Bussi con su Fuerza Republicana sigue atentamente. Él y sus ocho votos en el recinto pueden ser la llave para sancionar ley de la necesidad de la reforma, de la que -ya sabemos- los legisladores suelen ser partidarios, por interés propio. Eso vale también para los cuatro votos que se supone maneja el Partido de la Justicia Social del intendente Germán Alfaro, a quien la posibilidad de otra reelección le garantizaría un piso en su horizonte de 2023.

Senderos que se bifurcan

Si la hipótesis de reforma no se concreta, Manzur tendría dos caminos: explorar la viabilidad jurídica de la vicegobernación (y volver como dice el tango “a la casita de los viejos”) o elevar sus miras a la política nacional, que siempre lo tentó.

Pero, cuando en las PASO de 2017 se despachó anunciando el cese del ciclo de la ex presidenta Cristina Fernández en la política argentina, quizá no mensuró bien a quién se estaba ganando como enemiga. Y para colmo de males, en la campaña presidencial de 2019 no perdió ocasión, en cada acto en que fue orador, de proclamar que Alberto Fernández de Kirchner era el único –y nuevo- jefe del peronismo; al tiempo que se lo veía muy inquieto articulando gobernadores, “gordos” de la CGT y dirigentes del peronismo no K para ofrecer a Fernández una base de sustentación propia. Todas esas son facturas que Cristina tiene guardadas en su cajón para cobrarlas oportunamente, complicando así las chances de Manzur, por más que su nombre vuelva a sonar en la danza de posibles recambios en el gabinete presidencial.

Si no hay reforma, a Manzur en la provincia le quedarán dos caminos: acordar con su vice o enfrentarlo con otro candidato que saque de la manga. La respuesta a esa pregunta la sabremos no antes de 2022, cuando termine la tregua.

Y si decidiera impulsar otro candidato diferente que Jaldo, habría que esperar también para saber si se cumple la profecía que se murmura en voz queda y amenazante en las cercanías del vice: “entonces se romperá el peronismo”.

El otro virus

La reforma constitucional es una enfermedad endémica que nunca se quiso combatir en nuestra provincia. Pero hay un mal peor. Así como algunos fabuladores creen que el coronavirus ha sido un invento chino, no hay dudas que el virus de la parentela ha sido inoculado en la sangre de los hombres públicos y jamás se encontró la vacuna. Al contrario, no se la ha buscado. Como si fuera una droga o el alcohol, genera gran adicción, además de ser tan contagiosa como el coronavirus. Ni el tapabocas lo controla. Lo traspasa como el chisme. Hay épocas en las que el pico es muy alto; y otras en las que pasa inadvertido. Pero nunca desaparece.

Uno de los síntomas más fuertes del virus de la parentela es que aquellos que promueven la designación de hijos y entenados pierden la vergüenza, el habla y hasta se enfurecen. En cambio, aquellos que la padecen se ponen rojos de vergüenza al ver que integran una sociedad conducida por gente a la que no le preocupa el nepotismo que tanto daño hace a la democracia y a la confianza de las instituciones.

Los picos de los últimos tiempos se conocieron en las altas esferas de la Justicia cuando se transparentó el trabajo de hijos de vocales en las altas esferas de la Corte. Con esos ejemplos los casos seguirán y en las próximas horas se conocerá cómo el virus que se ensañó con el último piso del gran Palacio anda rondando otros edificios judiciales.

En el siglo pasado, apenas comenzó, el virus de la parentela ya apestaba. A fines de 1900, cuando gobernaron Bussi, Julio Miranda y por añadidura su pibe, José Alperovich, quien continuó todo a principios de este siglo, todo se perfeccionó. Incluso cuando el virus se metía en el cuerpo, en el acto, al político (que debería combatirlo) le brotaban palabras para justificarlo. Si gana la oposición prepárate para buscar buenos abogados o para pasillear por Tribunales -alegaban-, entonces nada mejor que poner a una esposa o un hijo para que te defienda y ocupe tu lugar.

Los actores de la política, en lugar de buscar la vacuna, actuaron en consecuencia al comenzar este siglo. Así, en Banda del Río Salí, el intendente Darío Monteros consiguió que su esposa sea diputada nacional y su hijo legislador. En Alderetes, el intendente Aldo Salomón colocó a su esposa como legisladora. En la misma Capital, Germán Alfaro llevó a su esposa a la Legislatura y a la diputación nacional. En Lules, el intendente Carlos Gallia tiene a su hijo como presidente del Concejo Deliberante; y en Aguilares, el legislador Sergio Mansilla puso a su esposa como intendenta. Sólo un puñado de ejemplos de cómo el virus de la parentela se marea con el poder. Pero si se hacen hisopados en las distintas instituciones del Estado, los hijos, hermanos, sobrinos y demás parientas forman una red que ni el hombre araña podría tejer.

Misión imposible

El virus de la parentela no sólo teje su propia red, sino que también afecta el rendimiento general y la productividad de quienes lo padecen. Esta semana, que ya nunca más volverá, a los legisladores no se les ocurrió mejor idea que hacer que los mensajecitos falsos que usted lector hace correr por WhatsApp desaparezcan por ley. Ni en la fantasía de Harry Potter ni en la prepotencia obnubilada de Donald Trump eso es factible.

Las redes sociales (con sus pros y sus contras) vinieron para quedarse. Combatirlas con una ley es como querer matar una mosca con un cañón: las redes son el resultado de la construcción de una sociedad. Es tan ridículo como aquellos que se quejan del poder y de lo que Cristina Kirchner dice. La ex presidenta es como es y, como tiene poder, todos quieren que sea como ellos quieren. Bueno, hay una mala noticia para ellos: no lo van a lograr. Todos discuten con la ex presidenta, en lugar de vencerla políticamente, que es el campo real del debate.

Volvamos a Tucumán. Las redes sociales son como son y las fake news vinieron para quedarse. Lo bueno sería que aquellos que no gustan de ellas, precisamente, no las difundieran. ¿Cuál de los políticos o funcionarios puede tirar la primera piedra? Ellos mismos han armado equipos para que se diga lo que a ellos les gusta y para que se defenestre al otro (con fake news o sin ellas) que ya pusieron en el estante de los “enemigos”, y no en de los del “prójimo” que integran la sociedad.

Desde hace por lo menos dos lustros se vienen combatiendo las mentiras porque generan desinformación. La pelea es absolutamente desigual, pero las armas para derrotarlas son, simplemente, el chequeo de fuentes y la revisión de datos y emisores antes de cualquier difusión. Al pretor Mario Javier Morof no se le ocurrió mejor cosa que meter preso a quien difunda esas desinformaciones. Es decir que si a vos que estás leyendo te llega algo de un amigo y te parece interesante y lo reenviás, podrás terminar hasta un mes encerrado. Pero, ¿quién va a determinar que lo que enviaste es cierto o es falso? No va a ser un grupo de juristas, ni un magistrado ni un experto en filosofía; simplemente va a ser el jefe de la Policía: el mismo que no ha podido controlar a muchos de sus efectivos no por mentir, sino por matar. Hubo intervenciones iluminadas de algunos abogados como Gerónimo Vargas Aignasse, que considera que 30 días preso es una exageración y propuso que sean 10.

Ya la ley de Contravenciones tiene declarada su inconstitucionalidad como para que le sumen este verdadero avance sobre la libertad. Nadie puede dudar de que las desinformaciones (fake news) acarrean serios peligros para la vida diaria. Pero el compromiso debe estar con educar, corregir, enseñar, aprender a chequear, nunca metiendo preso a quien seguramente no es el autor original de la mentira. Detectarlo es más difícil que hallar una aguja en un pajar.

Hace poco tiempo dos periodistas de LA GACETA descubrieron que varios funcionarios provinciales y uno de la Corte habían violado la cuarentena. La mayoría se calló y dos o tres explicaron con ambages para no reconocer el hecho. El hecho fue real, existió y fue reconocido por varios de los asistentes en voz baja, no públicamente, donde lo desmintieron. Con esta ley, el jefe de Policía podría meter presos a los periodistas y a cada uno de los que reenviaron esa noticia por WhatsApp o por cualquier red social. Le bastaría con creerles a los funcionarios que públicamente dicen que no existió el hecho que en privado reconocen.

Por otra parte, encontrar al inventor de la mentira es verdaderamente un imposible, salvo que la verdadera intención de la Legislatura sea volver loco al jefe de la Policía y a sus huestes, que a veces no encuentran ni a un ladrón de gallinas.