“Contá: ¡uno, dos, tres, y entrá!”, le dice el pianista. El violinista alemán tropieza nuevamente con las corcheas. “¡Caramba! ¿Acaso no sabés contar?”, exclama Alfred Cortot. La carcajada lo atraganta, al tomar conciencia de que está reprendiendo a un científico.
La física y las corcheas laten en las entrañas de don Beto, tal vez porque ciencia y música se dan la mano, como lo han demostrado las investigaciones de los recientes lustros. Juan Sebastián Bach y Mozart le destapan siempre la emoción. La música del primero es matemática, cristalina, intelectual y obsesiva; la del segundo, sinónimo de armonía, transparencia, belleza, humor. “Primero improviso y si esto no me ayuda, busco consuelo en Mozart; pero cuando estoy improvisando y parece que algo consigo, necesito las claras construcciones de Bach para llegar hasta el final”, apunta.
El piano de mamá Pauline despierta sus seis años al mundo de la música y los empuja a entreverar sus travesuras en las cuatro cuerdas. La ojeriza hacia el instrumento es mérito de sus aburridos maestros. También de su impaciencia. Los ejercicios de digitación le aporrean los nervios. La frustración por el escaso progreso lo desestabiliza hasta el punto de tirarle una silla a la profesora de música. Inesperadamente, la lamparita de los 13 años se enciende con ese Sol mayor que brota de una sonata mozartiana. Ese pequeño amigo seguirá hasta su sombra.
Un dios en el cielo
Una fuga de semifusas sorprende a Lina, su violín, cada vez que abre el estuche. El sentimiento del arco mozartiano ha desnudado el corazón de su prima. El amor llega al altar en 1919. “La música le ayuda cuando piensa en sus teorías; va a su estudio, vuelve, toca unos acordes en el piano, apunta algo y vuelve a su estudio”, cuenta su enamorada Elsa. 1929, marzo 23. Berlín. El prodigio solista de un changuito de 12 años enduenda el violín en un concierto, guiado por Bruno Walter. El asombro se abre camino en el público. “Ahora sé que existe un dios en el cielo”, le dice al pequeño Yehudi Menuhin.
Princeton (Nueva Jersey) cobija a la pareja en los años 30. Los miércoles visten de música la calidez del living. Sale a la calle en Halloween y entrevera sus serenatas violineras con la alegría de los niños pedigüeños. En la Navidad, sus melodías se abrazan a los cantores callejeros de villancicos.
No es habitué de las salas de conciertos. La música es un abrazo a la amistad. Ejecuta música de cámara con famosos amigos: Pablo Casals, Cortot, Jacques Thibaud, Fritz Kreisler… Estudian obras juveniles de Beethoven y Mozart. Ellos opinan que Albert tiene la capacidad técnica de un concertino, pero no pone la atención en la destreza, sino en la música que puede hacer brotar de su violín. “Se colocó en su puesto, cerca de mi atril de flautista. Y mientras yo contaba mis compases de espera como un alumno aplicado, lo miraba por encima de la partitura. Observaba al nuevo músico y me maravillaba ver cómo se integraba al conjunto. Era muy buen músico como suelen serlo ciertos matemáticos. Tocaba con limpieza y con rigor. En los momentos de inactividad, alzaba su noble rostro, llevaba un cuello de celuloide y sentía que para él, toda indumentaria carecía de importancia. Pero la música sí tenía importancia para ese espíritu. ¡Cuánta devoción y modestia había en la personalidad de ese maestro!”, recuerda el novelista francés George Duhamel.
El elemento poético
“La música es un ejercicio matemático del alma”, ha dicho el filósofo y matemático Gottfried Leibniz (1646-1716). Los duendes de Mozart estimulan tal vez un mayor rendimiento en el razonamiento matemático y en el desarrollo de la imaginación de don Beto. “Siempre hay que buscar el elemento poético. La apreciación de la buena ciencia y de la buena música demanda, en parte, procesos mentales similares. La imaginación es más importante que el conocimiento porque este es limitado, mientras que la imaginación abarca el mundo entero”, dice.
1955, abril 18. Ese lunes, la melodía de concierto turco de Amadeus perfuma la habitación del centro médico de Nueva Jersey, donde el aneurisma aórtico abdominal ha puesto en jaque la salud del mentor de la Teoría de la Relatividad. “Si no fuese físico, sería probablemente músico. Con frecuencia pienso en música; vivo mis ensoñaciones en forma de música. Veo mi vida en términos de música. No sabría decir si habría realizado algún trabajo creativo en el campo de la música. Lo que sí sé es que lo que más placer me da, en la vida es mi violín”, alcanzan a pensar los 76 años de Albert Einstein, antes de que la muerte desparrame en el universo los ecos del Mi La Re Sol de su alma.