Hay un cuento. Casi una picaresca. Cuanto menos, acerca de la sobrevalorada picardía criolla. Narra la historia de un hombre que, en el interior, vendía alimentos elaborados con pollo. Un cliente lo denuncia: en las preparaciones, afirma, usaba carne de caballo. El acusado compareció ante el juez de paz y confesó que, en realidad, usaba ambos ingredientes, pero en proporciones idénticas. El delegado de la Justicia lo reprendió por no informar debidamente a sus clientes, pero, una vez que hiciera la salvedad, no opuso objeciones a que continuara con su trabajo, porque entendió que el 50% de la carne era de un animal y que el 50% restante era de otro. Sin embargo, lo que el cocinero hacía era poner, por cada un pollo, un caballo.

Algo de eso se juega en el planteo del Gobierno nacional referido a que su receta es cuarentena, más consecuente crisis económica; antes que no paralizar las actividades, pero enfrentar un recrudecimiento del coronavirus en el país. Habrá que aclarar que es loable que el Ejecutivo Nacional ponga el valor de la vida humana por encima de cualquier situación (una doctrina que le será recordada cuando impulse el prometido debate sobre la legalización del aborto). Precisado esto, no menos cierto es que la crisis económica preexiste a la pandemia de covid-19. Ya el 12 de febrero, el ministro de Economía, Martín Guzmán, explicaba en el Congreso que el país alcanzaría equilibrio fiscal sólo en 2023, que no habría crecimiento económico este año, y que en el bienio siguiente la suba del PBI rondaría un testimonial 2%.

Pero poner en los platos de la balanza, en idéntica proporción, la correcta cuarentena y la crisis sempiterna es enredarse en la falacia del cuento del cocinero. En todo caso, para no caer en la trampa, conviene identificar los ingredientes con los que la Nación cocina su decisión.

En rigor, el gobierno ha paralizado mucho más que la actividad económica. La Argentina, metafóricamente, ha sido puesta en pausa nada menos que durante la borrascosa temporada de paritarias: Tucumán es una muestra a escala de lo complicadas que venían. Ahora, la presión sindical cede: no pueden hacerse paros donde todo está parado. Esto repercute no sólo en el gasto público, que no crece, sino también en la capacidad de consumo. Es decir, enfriamiento de la economía. Claro está, pocas cosas son tan disparatadas como los precios en este país, pero hay consumos estratégicos que han caído, como el de los combustibles. Al menos en teoría, la inflación debería dejar de estar tan “caliente” en un plazo razonable.

Esta misma cuestión se traslada a los sectores privados: en apenas un mes las discusiones pasaron de ponerles un techo a las subas salariales a la incertidumbre de cómo pagar sueldos.

Entonces, hay de un lado un alivio a problemas políticos, y del otro lado están los problemas económicos. A estos últimos, el Gobierno federal se los coparticipa al sector privado. Por supuesto que el Estado no sale indemne. La caída de la recaudación es palmaria y la baja de fondos de la Coparticipación Federal de Impuestos se ha tornado alarmante. En la videoconferencia dominical del Presidente con los gobernadores, la verdadera preocupación de estos era cuál iba a ser la asistencia de la Casa Rosada para que puedan pagar los sueldos. Sin embargo, la Nación puede emitir pesos (y las provincias pueden emitir cuasimonedas), lo cual en enero hubiera sido considerado catastrófico por buena parte de la opinión pública, que ahora no lo vería tan mal. Los privados, en cambio, no disponen de esa posibilidad.

Buenos y malos

La transferencia del problema económico es evidente: apenas anunció la cuarentena, Alberto Fernández hizo un doble movimiento. Primero, “escogió” como modelo de capitalismo salvaje y egoísmo desenfrenado al CEO de Techint, Paolo Rocca, al que le reclamó que, siendo millonario, reniegue de ganar menos. Después, “eligió” como modelo de humanismo y solidaridad a Hugo Moyano. Es, como en el cuento del pollo y el caballo, una falacia: el camionero está infinitamente más cerca de Rocca que de un gremialista del Polo Obrero. Pero, otra vez, el jefe de Estado decide no tener problemas políticos y transferir los costos económicos. El maniqueísmo impostado, por cierto, no resiste análisis: ¿los del acero son malos empresarios, pero las abogadas exitosas devenidas hoteleras son empresarias buenas?

Si bien el discurso de Fernández no es nuevo (hace 80 años que en la Argentina el Estado no se cansa de ajustar al sector privado), al menos es distractivo. Léase: está claro que la pandemia se enfrenta entre todos y que ningún sector puede salir indemne. Pero el Gobierno, al estigmatizar a los privados, evita que se recuerde que la mayor reciprocidad del Estado para con los contribuyentes es dejar de ser insoportablemente caro, gobierno tras gobierno.

La situación es, simplemente, insostenible. Hay, grosso modo, 8 millones de contribuyentes frente a 20 millones de personas que reciben dinero del Estado, entre empleados públicos, jubilados y beneficiarios de planes sociales. Es una pirámide alarmantemente invertida.

La crisis, entonces, genera una instancia de dos salidas: una de corto plazo, con un esquema de emergencia que incremente la inversión pública de manera coyuntural; y otra de mediano plazo, que implica reformar el Estado para tornarlo, tan solamente, viable. Nada más, pero nada menos. Claro que sería posible combinar ambas posibilidades en dos momentos. El problema es que aquí, normalmente -y desgraciadamente-, la crisis pasa, pero el esquema de Estado de emergencia queda. Y entonces la solución para una crisis engendra la otra.

Por supuesto, tornar al Estado menos dispendioso de ninguna manera puede pasar por retacear gastos para la salud. Pero el Gobierno nacional, que le reclama al sector privado que gane menos, no parece predicar lo mismo dentro de su propia estructura. El miércoles, en el diario La Nación, el periodista Diego Cabot (el que sacó a la luz “los cuadernos de la corrupción kirchnerista”) reparó en la decisión administrativa 443 publicada en el Boletín Oficial de la Nación. Al Ministerio de Salud le asignaron un refuerzo de 4.235 millones de pesos, lo cual es encomiable. Pero al mismo tiempo le asignaron 1.736 millones de pesos al Ministerio de Cultura de la Nación, que conduce Tristán Bauer; y 1.190 millones de pesos para los Yacimientos Carboníferos Fiscales, hoy a cargo de Aníbal Fernández. Las empresas privadas deben ajustarse el cinturón, ¿pero la mina del Estado no? La mina que recibe el refuerzo presupuestario, por cierto, no está produciendo el mineral. En cuanto al Ministerio a cargo de Bauer, el debate no pasa por si debe financiarse o no la cultura, sino por la oportunidad.

Precisamente, la cuestión de la esencialidad del gasto público hace escala en Tucumán. Aquí, el Poder Judicial pareciera estar fuera de compás con los tiempos de emergencia de la peste.

Privilegios y esencias

Los poderes políticos, que son siempre el foco de cuestionamientos por sus gastos (entre muchas otras razones), vienen (con independencia de las calificaciones aprobatorias o condenatorias para sus movimientos) marcando los tiempos de las acciones. El vicegobernador Osvaldo Jaldo puso en cuarentena al Poder Legislativo y, cuando superó el aislamiento el miércoles, resolvió que la Cámara se reúna el próximo martes. “Si médicos y policías dan la cara, sus representantes no pueden ser menos”, fue la pauta. Antes, había cedido 300 millones de pesos de ahorros al Ministerio de Salud de la Provincia. La Justicia hizo lo propio… después.

El gobernador Juan Manzur juega fuerte en la crisis, en todas las canchas. No interrumpió sus salidas diarias; bajó el sueldo de todo el Poder Ejecutivo; pasó de estar jaqueado por las paritarias y las internas de poder a moverse en su especialidad, que es el sanitarismo; atiende consultas diarias de la Casa Rosada y le ha dicho “no” dos veces a emisarios oficiosos que han intentado probarle la casaca de ministro de Salud de la Nación. Respondió lo mismo que en la noche del miércoles en el programa “Panorama Tucumano”: “yo me quedo en Tucumán”. En esa entrevista, además, habló bien de los empresarios. Inclusive con su áspero rival, el intendente capitalino Germán Alfaro, se reunió públicamente el miércoles. Acordaron ayudar a los tucumanos, pero la cuestión es si también acordaron que sendas administraciones se ayudarán mutuamente. De lo contrario, la sonrisa durará lo mismo que el flash de una foto.

En ese contexto, la prolongación de la parálisis de los tribunales luce como un paso en falso. Por un lado, el empleo de la palabra “asueto” ya es un lapsus: la Real Academia Española lo define como “interrupción temporal por descanso del trabajo…”. Por otra parte, y más allá de la literalidad, lo cierto es que la propia Justicia pareciera considerarse a sí misma como un servicio no esencial, que por tanto, se clausura durante una epidemia. La República tiene tres poderes, no solamente dos poderes políticos. Y el tercer poder del Estado no es el Siprosa.

La parálisis de los juzgados (que contrasta con la hiperactividad del Ministerio Público Fiscal) no sólo jaquea a los profesionales del Derecho (otros cuentapropistas golpeados por la crisis), sino especialmente a los ciudadanos. Restringir el acceso de personas a Tribunales es absolutamente lógico, a la vez que no interfiere con la posibilidad de poner al día los despachos con las atrasadas sentencias interlocutorias y definitivas. Para mayores disonancias, sólo los jueces de la Corte, y nadie más que ellos, está donando el 30% de los salarios.

Si los policías y los trabajadores de salud arriesgan sus vidas a diario por sueldos difícilmente dignos (habría que aplaudir menos de noche y acompañar más sus luchas diarias), no debieran los magistrados (ni relatores ni secretarios ni otros colaboradores) dejar, siquiera, de ir a sus despachos y resolver los expedientes, sobre todo porque gozan de salarios de seis cifras, libres de impuestos a las ganancias y con inamovilidad de sus cargos, hasta que la muerte los separe.

Claro que la Justicia es un servicio esencial. Hay revoluciones detonadas al grito de “Justicia o muerte”. Y su esencialidad es tal que a sus miembros se les han asignado privilegios propios de una tarea indispensable. Las crisis son, justamente, los momentos en los que esa esencialidad debe ser revalidada. De lo contrario, si por cada declamación de respeto a la independencia en períodos normales se contrapone una independencia para cerrar los despachos en tiempos excepcionales, entonces un equino es perfectamente proporcional con un ave de corral.