El cuidado y la limpieza de las calles de San Miguel de Tucumán constituyó, desde tiempo inmemorial, un verdadero problema. Así lo revelan, por ejemplo, las columnas de “El Eco del Norte”, periódico que fundó el joven Nicolás Avellaneda en su breve regreso de 1856.

En su edición del 24 de octubre de 1858, “El Eco” publicaba la carta de un anónimo lector. Este se declaraba enfurecido ante las pestilentes emanaciones que salían de la fábrica de jabones y velas de Romero y Compañía, como también por la existencia numerosa de charcos fétidos en las calles. Los mismos lo obligaban, decía, a apartar los ojos y las narices “para no ver ni oler mal”.

Agregaba que en la actual calle 9 de julio segunda, se había formado un pantano “tan grande como el Mar Muerto”, no por su salinidad sino por su fetidez, “de sesenta varas de longitud por treinta de latitud, que por cierto no huele a rosas”, denunciaba el enfurecido lector. Asimismo, señalaba que frente al Hotel París, en la plaza Independencia, existía “otro pantano respetable por su antigüedad, donde no falta qué oler”. La crítica se dirigía concretamente a la Policía, que en ese momento era la encargada de controlar estos temas, al no existir aun la Municipalidad.

La llameante misiva suscitó un comentario, en el mismo periódico. Un vecino trató de calmar al quejoso, pidiéndole que moderase su lenguaje y que lo adecuara a aquella sentencia de Sancho Panza, de que “más moscas se matan con una cucharada de miel que con una pipa de vinagre”. El aludido contestó acremente: “Se puede tener calma para repetir refranes, cuando uno no es vecino de un pantano como el que tengo debajo de las narices. ¿Quiere venir a diario conmigo, a ver sí se acuerda de algún otro chiste de Sancho?”. El otro le replicó: “no. Convide usted a la Policía, que tiene deberes con el olfato público”.