Vivir. Si le cuento que vi gente llorando usted quizás pueda creer que estuve de paso por un velorio. Si le cuento que vi a mucha gente llorando, usted reconfirmará esa idea de que pasé por un velorio. Pero si le cuento que vi muchísima gente llorando por un gol, ahí me sacará la ficha de que lo que pudo haber sido realmente un velorio no fue más que un pequeño momento con tintes eternos culpa de un cronómetro que ahorcaba mientras el 1 a 1 con Nigeria no se movía ni a palos. Pero no, amigo, el velorio fue para los africanos, porque Argentina, nuestra Selección, “nos Dios” el regalo que todos esperábamos y por el cual rezamos.

Cuesta transcribir el viaje, repartirlo en tinta. Lo que no cuesta es empezar por el principio de una noche blanca pintada de celeste y blanco. No duró dos horas este partido, el de la clasificación a los octavos de final y el que nos pone ahora enfrente de Francia, en Kazán, el sábado. Este viaje comenzó después de perder con Croacia y de que Nigeria le ganara a Islandia. Ahí comenzó realmente este cuento al que vamos a seguir tomando como un relato fantástico. Al fútbol se juega 11 contra 11, pero los 11 que representaron al país nunca fueron 11.

El banderazo del lunes fue el empujón de la previa, y el aliento en casa del Zenit de San Petersburgo, una carga completa de batería para un seleccionado que vio renacer a Lionel Messi en todo su esplendor. Era lo que esperaba la tribuna, una tribuna intensa dueña de casi la totalidad de un estadio con capacidad para más de 65.000 almas. ¿Cómo te llamás? “Argentina”.

Desde temprano en la mañana la ciudad fue un escándalo de adrenalina. Ni hablar cuando se acercó la hora de la gran final. Los grupos de hinchas eran eslabones que fueron uniéndose en cada parada del metro. A la vista, en la superficie de la penúltima parada del Número 3, el plato volador, la casa del Zenit, la arena de la batalla, imponía su belleza.

“Vamos Argentina, sabés que yo te quiero, hoy hay que ganar y ser primero”. Explosión. Con una hora por delante, Franco Armani y el resto de los arqueros, Nahuel Guzmán y Wilfredo Caballero, son bienvenidos. El gigante de River todavía no lo sabe, pero en ese lugar donde él apenas tuvo participación durante el primer tiempo, Marcos Rojo le dará el 2-1 a la Selección.

Cerveza, mucha cerveza. A la ansiedad el público masculino la cortó con birra, a su ansiedad, el público femenino la cortó con birra y suvenires. A la ansiedad, Argentina la cortaba con el mismo himno que viene repitiéndose desde que se plantó bandera antes del debut contra Islandia. Bienvenido equipo.


A Messi se lo ve algo extraviado, en modo concentración absoluta. Se mueve unos metros separados del resto. Hace la suya, el mundo lo aplaude. Cambia de posición y se acerca al arco donde está Armani, el arco del milagro. Lustra su zurda y gol, al ángulo de un Caballero que también se mueve, pero por precaución. El hincha le reconoce la rosca. Maestro. Sigue la entrada en calor del capitán, continúa su derrotero por un campo al que parece estar analizando, pero siempre en la suya. En su mundo.

El aplausómetro. Llega el turno de la voz del estadio, de repasar los nombres de los protagonistas. Argentina, en este caso, es local, entonces la voz del estadio arranca por Armani, continúa por la defensa, se cuela por los volantes y sigue con la delantera. Gonzalo Higuaín capta la atención, queda segundo en el ranking de reconocimiento, detrás de Messi, claro. “Pipita, Pipita”, en Rusia nadie le dice gordo ni lo carga con memes. La gente espera por sus goles. La gente no espera por Jorge Sampaoli. Lo desacredita, lo silba. Es el DT de la Selección la única persona abucheada, incluso más que la propia Nigeria. No hay feeling. Algo se quebró.

El partido. El parto. Discusiones sin sentido entre hinchas que no se conocen embarran un poco lo impecable del comportamiento del resto del malón. Uno le dice gordo a otro; ese otro lo apura y lo invita a pelear. Amigos en común apagan las llamas. “¿Cómo se llaman?” Argentina. Paz de nuevo, a vivir el futbol, la corrida de Lionel, que duerme un pase entre línea con la rodilla y crucifica la defensa nigeriana. Gol, chau maleficio, la clasificación el posible. Islandia empata 0-0 con Croacia. Todo bien.

Quienes mandan en el campo son los nuestros, quienes mandan en las tribunas, ni hablar. Unas palabras de Sergio Goycochea, el “Goyco” de los penales en Italia 90, ahora con la cinta de Leyenda FIFA, dice: “Ellos no saben que nosotros los argentinos sabemos reponernos de todas las adversidades. Vamos que se puede”, al ex arquero se le nota la sangre correr por sus venas, como a nuestros centrales, Nicolás Otamendi y Marcos el Rojo de fuego y locura en San Petersburgo, aniquilar las intenciones del rival. Canten, alienten, no se peleen. Al descanso.

Cortocircuito

Amigos por primera vez. La pérdida de sintonía celestial se da rato largo después de ver a Diego Maradona y de que Victor Moses nos empatara convirtiendo desde los 12 pasos. Hubo un cortocircuito que produjo silencio, preocupación. No interesaba ni el triunfo parcial de Croacia. “Para qué, de qué sirve si nosotros no podemos ganar”, le dice un vecino a otro, algo más desbocado y con ganas de decirle a Sampaoli que se vaya y que antes de irse mande al banco para siempre a Javier Mascherano y a Ángel Di María. El que pedía calma al vecino logró su cometido. No más insultos. Lo que él no podía hacer era darle tranquilidad a su vecino. Imposible. No había un corazón sin latir por encima de las 150 pulsaciones.


Golpe de gracia. Justo cuando la esperanza se esfumaba como la noche por este país en verano, en un suspiro, Rojo definió con la serenidad y sapiencia de Messi. Qué gol, Dios, el de la vida, el de la clasificación, el que produjo abrazos eternos y llantos entre desconocidos. Menos en uno de los miles de presentes allí. “Después de que termine el partido recién te doy un abrazo”, cábala le dicen. Pero lo cierto es que este desconocido que tenía la camiseta del Mundial de Brasil 2014, la de la final perdida, cumplió. Primero se entrenó del 1-2 de Islandia, después cortó clavos con la boca con los cuatro minutos de alargue y recién ahí, con el tiempo ya muerto y el boleto a octavo consumado, buscó a quien le había hecho la promesa y abrazó. Fuerte, pero bien fuerte, como aquel saludo que durará para siempre, porque una victoria como la de la Selección ayer, difícilmente alguien que haya estado en la arena del Zenit podrá olvidar del gol de Rojo, ese que fue al palo del sector 106.