“Mis primeros recuerdos son los de una casa baja y muy amplia con dos grandes patios cuadrados, en los que había jazmines del Cabo, diamelas, rosas y una madreselva cuyas ramas trazaban caprichosos arabescos sobre una reja de hierro”, expresaba el doctor Gregorio Aráoz Alfaro (1870-1955), recordando su niñez en Tucumán

También, “una gran huerta llena de naranjos y limoneros, algunos duraznos y una higuera. Al caer la tarde, ayudaba a regar las plantas y a llenar de agua las tazas de tierra cocida que defendían los troncos de las hormigas. Un poco más tarde, al anochecer, parientes y a veces hasta algún amigo de visita, blandían largas cañas con las cuales espantaban a los murciélagos que salían de las viejas techumbres en procura de la caza nocturna”. Añadía que, al visitar recientemente la vivienda natal de Sarmiento en San Juan, pudo comprobar que “era igual a las de Tucumán hace cincuenta años”.

Evocaba la ciudad de entonces: “calles empedradas y la población concentrada alrededor de la plaza Independencia; la dificultad de llegar a lugares cuya distancia nos parecería ridícula en la actualidad, y las hermosas quintas de los alrededores que sufrían el asalto dominical de los muchachos en tren de osada excursión”.

Muy poco vehículos, “carretas en su mayoría, avanzaban dando tumbos espantosos sobre las desigualdades de la piedra, y unas cuantas ‘volantas’, como se llamaba entonces a los coches. Había 22 particulares y 15 de alquiler. La gente hacía casi todas sus diligencias a caballo: hermosos caballos de paso, silla de perico y ostentosos arreos. Así andaban los médicos, los curas, el comisario, el ‘pecero’, los vendedores ambulantes de leche, de pan, de todas las especies, y hasta los vendedores de periódicos”.