El 1 de abril de 1861 se doctoró en Medicina, en la Universidad de Buenos Aires, el tucumano Tiburcio Padilla (1835-1915). Tocó a su comprovinciano Nicolás Avellaneda pronunciar el discurso de recepción del grado. Es sabido que Padilla sería, más tarde gobernador de Tucumán, así como diputado y senador nacional.

Avellaneda quería decirle “que la vida del estudio contemplativo y silencioso ha terminado, que pisáis los umbrales de otro mundo, mundo de la lucha y del ejercicio, para vos, de uno de los ministerios más augustos de la humanidad”. Le recordaba que “la vida silenciosa prepara a la vida activa; la idea, a la acción que la ejecuta; la ciencia, a la labor que dirige”.

“Privilegiado de los tiempos, nacido en este siglo que se levanta sobre el pedestal que le forman los siglos que pasaron, tenéis en vuestras manos el corazón y la inteligencia de la humanidad”, como “heredero de Hipócrates y de Dupuytren” y de “los últimos progresos del espíritu moderno”, le decía.

Lo instaba a ponerse en pie y, sobre “esa inmensa herencia”, levantar los ojos “para mirar al cielo y entregar el alma a los vientos que llevan al siglo, a fin de vivir con su fuerte vida y de estremecerse siempre con sus santos entusiasmos”. Le recomendaba: “Ama y serás amado; siente lo bello; practica el bien, sirviendo las nobles ideas, dando vuestra vida en prenda a las grandes causas”. Pero “no desesperéis jamás y, a la primera perfidia del destino, no querráis renunciar a la lucha, arrojando el anatema a los vientos del cielo y del porvenir. Dios nunca engaña la sed del viajero; y, tras del desierto, más allá de los confines del horizonte, se encuentra la fuente que desborda en olas de límpida pureza”.