En 1831, cuando gobernaba Tucumán don José Frías, se produjo la gran invasión de Facundo Quiroga. Puede dar una idea de las angustias del momento, el decreto –publicado por bando- que lanzó Frías el 22 de septiembre.

Sus breves considerandos decían que “los esfuerzos para obtener una paz honrosa se ven frustrados por la tenacidad de nuestros enemigos, y ellos se preparan a invadir la provincia reuniendo sus fuerzas en distintos puntos. Su vanguardia se encuentra a 20 leguas de la Capital, y es ya un deber adoptar medidas fuertes para constituir la provincia en seguridad”. Añadía que “nada se perdonará en este respecto por el Gobierno, que en cumplimiento de su deber ha acordado y decreta lo siguiente”.

El decreto tenía ocho artículos en total. Ordenaba que “al tiro de un cañón, concurrirán a la plaza principal todos los ciudadanos y esclavos capaces de llevar armas, con las que tengan de su propiedad, presentándose al jefe de ella, coronel don Daniel Ferreyra, para que los destine a los puntos necesarios, debiendo llevar los caballos de su uso”. Se prohibía “disparar tiros dentro de la ciudad y en los arrabales de ella, bajo la pena de perder su arma”. Nadie podía andar a caballo por la ciudad desde las 8 de la noche, bajo pena de perder la cabalgadura y sufrir 24 horas de arresto. Sólo se exceptuaban de la medida, los jefes y ayudantes del general y los de los cuerpos.

Quien viniera de fuera de la provincia, debía presentarse en el acto a la Policía. El que tuviese “pólvora o piedra de chispa”, tenía que dar cuenta de eso a la Policía, y le quedaba prohibido vender tales artículos a los particulares. Se prohibía también salir de la provincia sin licencia del Gobierno, “quedando los contraventores sujetos a las penas discrecionales a que se hicieran acreedores, según el caso y circunstancias de la persona”.