Al viajero inglés Edmond Temple le tocó estar en Tucumán en el carnaval de 1826. Según su testimonio, jamás vio una confusión más estrepitosa. “Labores y trabajos de todas clases se suspendieron, todo orden se abolió, amo y criado, oficial y soldado, señora y caballero, todos estaban confusamente reunidos en el jubileo, con una animación y actividad completamente insospechadas en gente de hábitos tan indolentes”.

La diversión principal consistía en “arrojar puñado de harina o almidón en polvo a los ojos de los que parecían menos preparados al asalto; y a cuyo intento todas las personas, altas y bajas, viejas y jóvenes, llevaban en sus pañuelos, bolsillos y esquinas de sus ponchos, abundante depósito de esta munición”. El precio de ella aumentaba considerablemente “a consecuencia del pródigo expendio que tiene lugar en esta ocasión, mañana, tarde y noche, por tres días y noches sucesivos, y, hay que confesarlo, a veces con efecto muy cómico”.

La gente venía desde muy lejos, a caballo o en mula, con esposas, novias, niños. Algunos iban cargados con “guitarras, otros con tambores, otros cantando, otros gritando, chillando y mugiendo, en tonos que aumentaban en aspereza y horrible discordancia, en proporción a la cantidad de mal vino, chicha o aguardiente que habían ingerido. Tropas de estos seres frenéticos, a veces dos o tres en un solo caballo -pues pocos van a pie- y en alguna ocasión mujeres sentadas a la amazona o turca, pero sin la gracia y dignidad orientales, podían verse a todas horas al galope tendido por las calles, corriendo carreras por apuestas, quizá de un jarro de chicha, su bebida favorita, hecha con la semilla de la algarroba o con maíz”.