El tucumano Nicolás Avellaneda fue el único presidente que juró el cargo mientras a su alrededor tronaba una revolución armada, obra del partido mitrista. Este no soportaba la derrota que su fórmula Bartolomé Mitre-Juan B. Torrent había sufrido en las elecciones, cuando sus 79 electores fueron superados por los 146 que obtuvo el binomio Avellaneda- Mariano Acosta.
El golpe había estallado el 24 de setiembre de ese año 1874, en la provincia de Buenos Aires y en la zona de Cuyo, así como en las aguas del Río de la Plata. Se había decretado el estado de sitio y el mandatario saliente, Domingo Faustino Sarmiento, movilizaba las fuerzas leales de todo el país.
Avellaneda asumió el 12 de octubre, en una lluviosa mañana. Se temía que, de pronto, irrumpieran los revolucionarios. Por eso en la hoy Plaza de Mayo (entonces dividida en dos, llamadas Victoria y 25 de Mayo) estaba instalada una batería, junto a cuatro batallones de Infantería, dos regimientos de Caballería y la Escolta del Gobierno.
Avellaneda ingresó al Congreso –entonces frente a la plaza- y no había más de un centenar de personas en la barra. Pálido y ceñido en el frac, a pesar de los tacones su figura parecía opacada con las altas y formidables de los salientes, Sarmiento y Adolfo Alsina.
Con voz firme lee su mensaje. Los anarquistas y traidores van mostrando su impotencia, dice. Porque, “a pesar de las perturbaciones que hacen doblemente grave y solemne este día, la vida constitucional no se interrumpe y la transmisión del mando se verifica, abriéndose un nuevo período presidencial bajo las formas ordenadas de la legalidad”.
Luego, Alsina, vice saliente y futuro ministro de Guerra, pronuncia una verdadera arenga. Dice que la Constitución “coloca en manos del presidente de la República, cuanto necesita para salvarse a sí misma; y recorriendo las leyes generales, trayendo a vuestra memoria la experiencia, ellas os dirán también cómo se castiga a los rebeldes”. Paul Groussac escribe que, al oír este discurso y por encima de su tal vez impropio acento imperativo, le parecía oír “el chirrido del hierro candente y humeante, marcando en la frente al grupo sedicioso”.
Luego, pasaron a la Casa Rosada. Allí, Sarmiento entregó a Avellaneda la banda y el bastón. “Sois el primer presidente que no sabe disparar una pistola”, le dice, entre otras cosas. “El primer presidente, como Thiers, de estatura diminuta, que deja el estudio del gabinete para mandar pueblos tirados en todo sentido por el desorden de la idea que sus antecesores le dejaron”. En fin, “este bastón y esta banda os inspirarán luego lo que debéis hacer. Es la autoridad y el mando. Mandad y seréis obedecido”.
El 26 de noviembre, las fuerzas leales derrotan a Mitre en La Verde y el 2 de diciembre lo obligan a capitular en Junín. Cinco días más tarde, Julio Argentino Roca se impone sobre los alzados en Santa Rosa, lo que le vale el ascenso a general en el campo de batalla. En cuanto a los barcos rebeldes de la escuadra, no llegan a combatir.
Así, antes de que termine 1874, Avellaneda ha vencido a la revolución. En el mensaje de asunción, había dicho que “dentro de poco habremos vuelto a las labores ordinarias, completando las líneas telegráficas, prosiguiendo las vías férreas y educando un número cada vez mayor de hombres, al mismo tiempo que mejoramos la práctica de nuestras instituciones”.